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Para entender la historia de mi armario, es necesario saber lo siguiente: yo nací y crecí en una especie de matriarcado. Lo femenino acompañó mi infancia sin el referente del padre, del macho, de la imposición de la fuerza o el poder, al menos, en la casa. Lo femenino, aunque todavía atravesado por el discurso normado del poder, me rodeó desde pequeña. Mi herencia, en este caso, proviene de parte de mi Tati (mi abuela) y de Carla (mi madre). Vivir con ellas, crecer con ellas y, experimentar su forma de vivir y entender la moda me ha llevado a lo que soy ahora, un punto medio y nuevo a la vez (tal vez algo incendiario).

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Me encanta la ropa y me encanta vestirme, porque vestirme y salir es contar una historia. Una historia que también entrelaza la de mi madre y mi abuela. De ellas he aprendido tanto. De mi abuela aprendí sobre la fiesta, sobre la alegría de cada prenda, sobre un cabello siempre bien puesto con el corte y el tinte siempre a tiempo. De banalidades como el tratamiento, las cremas, el maquillaje, el envejecer con dignidad. De mi madre, aprendí que en lo simple está la clave, pero que debo agregarle una cuota de modernidad. Mamá me enseñó que la moda no va a reflejar todo; solo develará un momento, un instante en que el conjunto que decidí representar quedará en el recuerdo de algunos, en la foto que guardaré para enseñarle a otras generaciones.

De mi abuela también entendí una regla básica y feliz: nunca tenerle miedo al color. Yo no sé de qué color es el cabello de mi abuela. Se lo tiñe desde los 17 años y tiene el cabello más bonito de toda mi familia. Nunca, en todo el tiempo que la conozco, ha faltado al tinte, a la peluquería, al maquillaje, y siempre está la broma de que ella hasta para cocinar está vestida como para irse a la fiesta. He revisado muchas fotos, ella muy joven y, a pesar de la falta de color en el papel, los matices muestran la alegría que mi abuela siempre ha llevado al vestir. Según mi mamá, por ella han pasado todos los colores de cabello y los peinados de moda, tal vez fue de ella que aprendimos la trágica lección “no pain, no gain”. Mi abuela con 78 años no le teme al rojo, a los vestidos de colores fuertes y los tacos. Tal vez, el día que ella deje de usar tantos colores vivos será el día que nos empiece a dejar de a pocos, momento para el que también ha pedido que todos estemos muy bien vestidos, porque hasta en los momentos de pena “uno debe lucir muy bien”.

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La moda ha sido y es crucial en mi abuela, una mujer que, en su juventud, nunca fue la típica chica delgada de hoy en día. Más bien, estaba entradita en carnes. “Siempre fui gordita”, cuenta, y de ahí comenta que no le importaba. Tampoco le importaba ser pequeña, para eso estaban los tacos; no importaba que la talla de brasier excediera los estándares, era una oportunidad más para un buen escote. Tal vez ella no es consciente de esto, pero por sus fotos y sus relatos me cuentan que nunca fue una mujer que limitara a su cuerpo, como muchas hacemos ahora al momento de vestirnos. Sin ser consciente de su transgresión, ella no sintió vergüenza por pesar de más, por no cubrir los estándares de belleza convencionales y tampoco se dejaba apabullar por las voces que piensan que lo suyo es vanidad. De mi Tati aprendí que hay que vestirse con lo que te haga sentir cómoda y con lo que te haga sentir bonita, así sea un escote o una minifalda. Creo que ella entiende que la moda es eso, vestirse para sentirse feliz con uno mismo.

Mi mamá representa la otra cara de la moneda. Ella, en su adolescencia, pudo haber sido calificada como an american sweetheart. Veo sus fotos y encuentro algo muy particular que ahora veo muy poco: mi mamá contaba con una belleza natural, muy sencilla y con un aire de tristeza. A diferencia de mi abuela, ella es un poco más alta, era muy delgada, con una cintura pequeña. Siempre andaba con el cabello suelo y sin una gota de maquillaje. Incluso hoy sus colores preferidos para vestir son el negro, blanco, azul y marrón. Cuando alguna vez le he sugerido que cambie de colores y se ha puesto algo rojo, rosado o amarillo, está muy incómoda.  En mi mamá, uno encuentra una elegante sencillez que ha sido su estilo desde que pudo decidir qué ponerse. Los mismos colores básicos, maquillaje solo cuando es estrictamente necesario, los aretes necesarios y pocos accesorios.

Pero Carla tiene una debilidad: los zapatos. Es en este espacio donde ella se da las mayores licencias y el espectro crece: tacones, botines, sandalias, flats, babuchas, de todos los colores, el cielo es el límite. También tiene algunas prendas que usa desde siempre, y creo que son su sello personal, prendas que he heredado y que me gusta usar: un collar de perlas, bandanas, zapatillas y una camisa o blusa blanca.  Durante años, las minifaldas fueron sus prendas favoritas, aunque nunca ha sido de usar escotes.

La comodidad con su cuerpo ha pasado un proceso mucho más largo y complicado que mi abuela. Mi mamá no tenía problemas para mostrar las piernas pero nunca estuvo feliz con ser la chica de busto grande, le molestaba y renegaba. Hoy, pasados los 50, lejos de the american sweetheart, mi mamá ha aprendido a aceptar ese cuerpo que de adolescente escondía, el mismo cuerpo que luchó, crió, sufrió y con el que tuvo que enseñarle a otra mujer a aceptar el suyo: el proceso de aceptar el cuerpo es más pesado si le añadimos el bombardeo de la moda y los estereotipos de género.

Hoy vestirme representa la liberación y aceptación de mi propio cuerpo, una comodidad que nunca pensé tener.

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Mi abuela siempre ha sido un referente de moda, de aquellos que se alistan y se preparan cuidadosamente para salir. Por el contrario, mi madre ha sido un ejemplo de sencillez y, por eso, a pesar de y tener más de 50 años, Carla tiene un aire de frescura que muchos ya hemos perdido. De ellas y sus grandes momentos me quedo con dos fotos hermosas.

La primera: mi abuela en la playa, con sus pequeñas sandalias, con un gran peinado, su cuerpo grande, un vestido midi con formas geométricas, ceñido en la cintura. No tiene muchos accesorios pero su vestido es hermoso. En los brazos, tiene a mi mamá.

La segunda: mi mamá y su frescura en todo su esplendor en los 80s. Lleva un jean, zapatillas blancas, una blusa blanca y una parka roja, su cartera marrón, su clásico cabello suelto y una vincha. Una sonrisa tan fresca y sin maquillaje que parece que mi mamá es parte del cuadro natural que rodea la foto en Huaraz.

En este momento, sentada frente a mi computadora, sé que soy resultado de la “hechura” de esas dos mujeres. Verlas y oírlas hablar sobre su forma de vestir y sobre “cómo debo vestirme” me llevó a un proceso largo desde “odio mi cuerpo”, hacia “acepto mi cuerpo”, hacia “encuentro las prendas que me definen”. Entre todo esto, me gusta pensar que estoy en el medio y que los puntos que ellas no pueden entender, entro yo a rellenarlos. Yo no imagino a mi abuela, ni en sus escotes más grandes, permitiendo que se le vea el sostén; no veo a mi mamá con un vestido naranja con flores; eso es lo que soy yo. Yo, con la blusa que permite que se vea mi sostén, los vestidos de colores y flores, nunca mucho maquillaje pero siempre con el tinte en el cabello, a veces, incluso, vestida de negro. Yo estoy en el medio gracias a ellas.

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La vestimenta está estrechamente relacionada con la necesidad de la humanidad por cubrirse y por adornarse (como lo dije antes aquí y aquí). De estas dos necesidades surge la moda: un conjunto de tendencias y estilos propios, que se rigen por el gusto personal y por los parámetros de una industria. Nosotros performamos la moda y nuestra performance puede ser una acción que transmite un conocimiento y una memoria.

En ese sentido, la herencia es un tercer elemento que también determina qué prendas decidimos ponernos. . Me refiero a una tradición o herencia familiar que reside en nuestra memoria, que nutre la personalidad y le da una temporalidad a nuestro atuendo, lo carga de historia y forma parte de un proceso de aceptación de nuestros propios cuerpos y de nuestra ascendencia, a través de la vivencia con el otro, un otro cercano.

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Hoy vestirme representa la liberación y aceptación de mi propio cuerpo, una comodidad que nunca pensé tener. En parte esta aceptación se debe al ejemplo de mi abuela, quien no siguió los estándares clásicos de belleza para sentirse cómoda con ella. Por otro lado, a mi madre, quien demostró que nunca es tarde para terminar de aceptar nuestros cuerpos tal y cómo vienen, sea en la adolescencia o en la adultez. Esta mañana, mientras me ponía el camisón de rayas oversized, el jean, la misma bandana que mi mamá usó cuando tenía 25 años y unas convers también elegí ponerme un poco de esa sencillez y frescura que impulsan su verdadero espíritu.

Pero hay días en que debo llevar vestidos. En esos casos escojo lo más colorido, aquellos que representen las cosas que me gustan, como las flores, los colores vivos y el movimiento de las faldas. Me pongo tacones altos porque ya no me da miedo ser alta y sentir que desde ese aspecto la sociedad me puede juzgar. En esos momentos, siento que llevo mucho de mi abuela, cuyo espíritu no permite que le digan que está “Muy mayor” o “muy delgada”, ella no dejará sus colores o sus gustos para que el resto se sienta cómodo.

Su herencia me ha servido para hallar mi propio estilo, uno que creo que posee un encanto seductor y transgresor, conmigo feliz y decidida. Se ha vuelto un ejercicio constante mirar atrás y comprender aquellas cosas que traigo conmigo. Quiero andar por la calle con la frescura de mi mamá al vestir, con los colores de mi abuela y con la comodidad de mi cuerpo sabiendo que, al igual que ellas, al fin puedo aceptar ser alta, mis pechos pequeños, mis piernas largas; porque vestirme es una muestra de amor hacia mi propio cuerpo, para expresar mi espíritu interior que tiene un poco de ellas dos.

Mi herencia es la bandana de mi madre, las camisas sueltas, las zapatillas, los colores de mi abuela, mis uñas rojas, el labial rojo, así no le guste a los demás, así consideren que eso no es bueno para “una dama”. Prefiero ponerme algo y saber que no hay ninguna razón para guardar silencio sobre mi cuerpo o mis ideas y que estas se reflejen en mi forma de vestir. El silencio no es la forma de ser aceptado. Me pregunto, a veces, qué es lo que dejaré algún día para otras generaciones de mi familia.


Gráfica por Estefani Campana

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