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Cuando el “secreto a voces” de Harvey Weinstein salió a la luz, muchos –hombres– se preguntaron por qué las víctimas habían callado hasta ahora. No solo eso: usaron y usan nuestro silencio para tacharnos de estúpidas y mentirosas.

Este es el tercer documento en blanco que abro a propósito de Harvey Weinstein y los demás. Como siempre que el tema es el abuso sexual, me cuesta trasladar alguna reflexión al papel. Una náusea furiosa y familiar retuerce mis ideas y las desordena. «Cuando esté lista, hablaré». La reflexión sobre el propio silencio es un primer paso. 

El escándalo Harvey Weinstein es, desde hace algunos meses, una bola de nieve que ha removido –parece haber removido– algunos de los sólidos cimientos de la fábrica de sueños de Hollywood. Algunos pero no todos han caído con él. Cuántas violaciones bajo la luz pública alcanzan esta magnitud. Sin embargo, la noticia en sí –un hombre, blanco, poderoso, que abusa sistemáticamente de las mujeres– es lo menos sorprendente de todo. Todas las mujeres que escribimos #YoTambién –en Twitter, en nuestro diario, a nuestras amigas– guardamos una historia de miedo y asco grabada a fuego en la memoria, bajo la piel.

Sí, me sorprendo –o más bien es una de esas preguntas que me deja sin habla–, cuando muchos preguntan por qué el silencio, por qué callaron tantos años. Y, de nuevo, las mujeres y algunos hombres excepcionales escribimos largos textos con la esperanza de que comprenda quien deliberadamente elige no comprender. Algunos añaden: si es verdad, por qué no denunciaron antes. La cursiva es una ceja levantada, una pregunta sin interrogante, un desinterés absoluto y conveniente en lo que tenemos que decir. «Men are afraid that women will laugh at them. Women are afraid that men will kill them», escribió Margaret Atwood (Los hombres tienen miedo de que las mujeres se rían de ellos. Las mujeres tienen miedo de que los hombres las maten). Cómo explicar qué es el miedo a quien nunca ha tenido miedo así. Qué razones tendríamos para inventarnos algo como esto. El poder no es un espejo: ejercerlo no te permite adivinar qué siente ese alguien sobre quien lo ejerces. Nuestro silencio es una de sus armas preferidas.

Sin embargo, el silencio no explica –ni justifica– la impunidad de tantos años de violencia contra las mujeres: Dylan Farrow lleva décadas hablando de los abusos que recibió a manos de Woody Allen, y Woody Allen, con esas mismas manos, sigue escribiendo guiones, rodando películas y recogiendo premios (además de, asumo, unos jugosos ingresos). No es el silencio: El poder siempre tiene todo previsto. Los empleados de Weinstein tenían prohibido por contrato criticar a su jefe. Las mujeres que aceptaron pagos firmaron cláusulas de confidencialidad. El poder es una estructura que no deja ningún elemento al azar, ningún cabo suelto capaz de volverse en contra de quien sostiene las riendas y empuña la fusta. 

Por qué callamos, por qué tenemos una cita con el hombre que nos violó, por qué retiramos la denuncia después de que él nos rompiera la nariz, por qué somos amigas del ex que nos levantó la voz. No hay respuestas fáciles como pretenden quienes cuestionan nuestro silencio. Por un lado, tenemos miedo a que el abusador abuse de nuevo y con más fuerza si abrimos la boca, o la sospecha de que nadie me crea si cuento la versión no edulcorada de aquella noche. Por otro lado, saberse víctima de un abuso exige cuestionar, ajustar y reconstruir tu propia identidad. A ojos de la sociedad, si no colapsamos en público es porque estamos reprimiendo la experiencia. Porque no basta con ser víctima de una violación, además debemos aparentarlo: debemos estar tristes, traumatizadas, deprimidas. Aquí va un dato no evidente: la víctima no quiere ser víctima. La víctima no quiere saberse víctima. Pero la víctima merece justicia aunque no se reconozca como tal.

Hay un episodio de Big Little Lies (ojo, spoilers) que ilustra este conflicto: Celeste (Nicole Kidman), en terapia individual, se resiste a calificar su relación matrimonial como algo distinto de “volátil” o “pasional”. La terapeuta le guía con habilidad hasta una revelación silenciosa, le propone  entonces «elaborar un plan para la próxima vez». «¿Un plan?», pregunta Celeste. «Para la próxima vez que te pegue». Sentimos el escalofrío que Celeste siente. Después, le vemos abrazar a su marido en el aeropuerto, pero algo ha cambiado para siempre en ella y en su concepción del mundo.

 

 

Rechazamos el papel de víctima y albergamos una esperanza tan férrea como inútil en que el abusador conserve algo de humanidad. Por eso, callamos; por eso, a veces seguimos al lado de hombres violentos. Aprendemos a sentir vergüenza apenas rozamos la adolescencia. Aprendemos que, si no podemos controlar la tempestad en nuestra vida privada, aparentaremos perfección en nuestra vida pública. Nos sentimos responsables porque quisimos huir, quisimos pelear, y no lo conseguimos. La enemiga que vive en nosotras olvida que el cuerpo de él ocupaba dos veces nuestro espacio. Pero el silencio es un arma de doble filo: cuanto más profundamente enterramos el peor de nuestros secretos, más largos son los brazos del recuerdo, como las ramas de una hiedra que nace de una semilla podrida.

Tu propia leyenda personal quizá cuente que eres una mujer libre y valiente, con estudios, una mujer de mundo: una narrativa incompatible con el relato de la víctima. Eso es algo que le pasa a otras. Luego, tu abusador hará estallar tu autoestima por los aires, tu integridad, hasta que creas que recibes solo lo que mereces. En ambos casos, hay una miopía involuntaria. Al fin y al cabo, en el mundo diseñado por ellos, solo cabe el éxito, la fuerza bruta, el hombre hecho a sí mismo. Quizá solo nosotras podemos enseñarnos unas a otras a defendernos, empezando por aprender a identificar a la sobreviviente, al victimario y el delito. 

Gráfica por Estefani Campana

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