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Muchas veces me han llamado loca. Me lo ha dicho mi familia, mis amigos o gente extraña. Varias de esas veces, me he preguntado si estos improvisados diagnósticos psicológicos sobre mí tienen algún respaldo en la realidad. Algunas otras veces, me he sentido bien pensando que, en el mejor y más romántico de los casos, se podría deber a que nos dicen locos a nosotros, a los que estudiamos una carrera poco rentable, a los que vamos de marcha en marcha por nuestros derechos, a los que somos ateos, en fin. Sin embargo, también me ha gritado alguno que otro hombre acosador en la calle que soy una loca de mierda cuando decido defenderme. Irónicamente, al mismo tiempo, también me han pedido que baje la voz, porque grito como una loca. Algo siempre me ha llevado a pensar que la locura no es la misma para nosotras.

Muchas veces, me ha dado miedo estar loca. ¿Quién me va a querer si estoy irremediablemente loca? ¿Quién puedo ser estando loca? ¿Estoy… loca? Porque, aunque sea en mi pequeño mundo limeño, si me llaman loca y lo dicen en serio, quedo desacreditada y marcada ante todos. No solamente porque la salud mental se toma con mucha ligereza en esta ciudad, sino porque “estar loca” es una cualidad que, cuando se atribuye a una mujer, la disminuye casi tanto como la estereotipa, porque “¿quién entiende a las mujeres?”.

El problema es que, muchas veces y desde hace mucho tiempo, nos han llamado a todas locas. Si imaginásemos que nuestro mundo y todo lo que conocemos de él es una historia que un narrador nos está contando todo el tiempo, él ha demostrado a lo largo de los siglos que las mujeres somos para él, por coincidencia, casualidad o conveniencia, un personaje que no entiende y que no sabe cómo explicar. Las investigadoras Cecilia Tasca, Mariangela Rapetti, Mauro Giovanni Carta y Bianca Fadda, en su texto “Women And Hysteria In The History of Mental Health”, proponen que, a lo largo de la historia mundial, no solamente se les atribuía a las mujeres enfermedades mentales debido a su género, sino que la incomprensión de sus reacciones o actitudes eran explicadas porque las mujeres eran fácilmente influenciables por factores sobrenaturales o degradaciones biológicas, y que, además, eran consideradas culpables moralmente de dichas enfermedades. En específico, culpables y víctimas inevitables de una enfermedad: la histeria.

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La histeria se entendió como una enfermedad de mujeres hace casi 4 mil años. En el Antiguo Egipto, se creía que el útero por razones muy misteriosas decidía cambiar de lugar y moverse por todo el cuerpo de la mujer, lo que provocaba convulsiones, sensaciones de sofocamientos y hasta la muerte en ellas. Para combatir esta enfermedad, se colocaban, ya sea en la boca y fosas nasales o en la vagina, olores fétidos para ahuyentar al útero o fragancias perfumadas para atraerlo al sitio correcto. En la Antigua Grecia, la propuesta fue muy similar: la supuesta locura de las mujeres –en una época en la que éramos consideradas menos que animales- se debía a una mala función en el útero. Sin embargo, los griegos creían que solamente podía ser remediada dándole a este lo que deseaba: sexo con hombres, orgasmos y tener hijos, por lo que hasta se propusieron orgías para poder curar a las mujeres. En ese tiempo, fue Hipócrates quien la denominó por primera vez “histeria”, en honor a la palabra en griego para útero (hysteron). Él mismo, además, propuso otro posible tratamiento: los masajes pélvicos administrados por especialistas para calmar dicha histeria.

En lo que queda del cuento, las ideas de Hipócrates permanecieron tan vigentes tanto como ahora respetamos los postulados de Aristóteles. Cuando Roma se impuso ante Grecia, se adoptaron los diagnósticos de este, pero se recomendaba que la cura debía de provenir de una práctica más decorosa: la abstinencia. En la Edad Media, la incomprensión hacia las mujeres seguía atribuyéndose al útero, pero también a las presencias demoniacas. Así comenzó la semejanza entre la histeria y la brujería, y muchos exorcismos y posteriormente cacerías de brujas fueron justificados sobre esta base. Al fin y al cabo, lo que ningún “médico” podía explicar de la conducta femenina debía ser, por supuesto, producto del demonio. El demonio, al parecer, prefería a las mujeres solteras.

Algo de aquella tradición de colocarnos en un mismo bolso incomprensible y aterrador queda en el trasfondo de llamarnos histéricas.

En lo que queda de siglos en la historia, el origen de la histeria cambia de lugar del útero hacia el cerebro. Freud, el padre del psicoanálisis, que nunca llegó a entendernos a nosotras, propuso que la histeria era un desorden causado por una evolución de la libido y la falla de la concepción de un hijo era el resultado de dicha enfermedad. Una mujer histérica no podía, entonces, tener una relación amorosa madura. Para esa fecha, no obstante, sufrir de histeria seguía recibiendo prescripciones de masajes pélvicos o masturbaciones para curarla. Sorprendentemente, la incomprensión de las mujeres de parte de la medicina llevó a la creación de los primeros vibradores. La Dr. Rachel Maines lo explica en su libro “The Technology of Orgasm”. Los masajes heredados desde Hipócrates se convirtieron en un vibrador electromecánico para la segunda década de 1800 y se volvieron un aparato electrónico tan esencial en el hogar como una tetera, una máquina de coser o una tostadora al principio del siglo XX (para muestra, un anuncio de 1910). Fun fact: el vibrador ya no sería tan aceptado como un electrodoméstico cuando la cultura pornográfica se apropió de él, y se hizo más difícil que las mujeres lo compraran en las tiendas diciendo que necesitaban un masajeador capilar.

La histeria fue retirada del “Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales” de la Asociación Estadounidense de Psiquiatría recién en 1980, es decir, ¡hace poco de menos de 40 años! Hasta entonces lo más peligroso de la enfermedad no era su existencia, sino que esta era diagnosticada de una manera muy arbitraria en las mujeres. Fue una razón de su exclusión que no se pudiera llegar a un consenso sobre qué síntomas tenía la enfermedad o qué tratamiento se debía usar contra ella. En pocas palabras, todo lo que no se comprendía de las mujeres podía ser producto de la histeria, que es lo mismo a no comprenden la razón de nada y decir que todas las mujeres somos histéricas.

Percibo que una acusación similar se nos hace ahora todo el tiempo. Cuando me llaman loca o histérica, siento que el otro, quien fuere, no apela a mi verdadero estado mental, ni lo dice como un cumplido. Algo de aquella tradición de colocarnos en un mismo bolso incomprensible y aterrador queda en el trasfondo de la palabra. Lo más triste, en mi opinión, de mal diagnosticar o satanizar a un conjunto humano solo por no comprenderlo o ser distinto es perder la oportunidad de conocernos entre nosotros y valorar lo que la contraparte tiene por decir. Las mujeres, históricamente, hemos estado siempre al otro lado de esa incomprensión hartas, locas e histéricas por un lugar justo en nuestra historia.

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En Malquerida, desde el principio, hemos propuesto crear nuevos significados sobre la base de un lenguaje que nos menosprecia. Hemos querido reapropiarnos de las etiquetas y crear desde la experiencia de ser mujer. Decir con orgullo que somos malqueridas se ha convertido en un trabajo diario y divertido que, irónicamente, ha creado un círculo de cariño y cuidado entre nosotras. Por ello, Estefani Campana, nuestra diseñadora estrella, se ha propuesto intervenir otra etiqueta más, la de “histérica”.

Su propuesta consiste en evidenciar el trasfondo de esa palabra en la imagen del garabateo. La histeria se descompone para que nos podamos empoderar a través de ella. Campana garabatea, edita, enmienda la palabra en un acto histérico. No la borra, ni la oculta, realiza un proceso de doble empoderamiento, en el que reconoce la palabra y su historia, y demuestra su desacuerdo mediante la propuesta de un nuevo significado. Garabatea el útero o “hister” y, con él, su elemento opresor, para dejarnos solamente con una partícula: “rica”. Ser “rica” o comportarse como tal dista del físico femenino y se acerca más a la jerga. Se trata de una actitud que encara con cierta desfachatez a una palabra dañina tan normalizada que se utilizado selectivamente contra nosotras. Si prestamos atención, en este acto simbólico, ya no somos ese bolso enigmático e inexplicable. Somos algo más: una propuesta, una reapropiación, una sorpresa, que se encuentra a la mano para llevarla con orgullo y que da pie a otra forma de encarar el mundo.


Gráfica por Estefani Campana 

 

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