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Esta ciudad es caótica en cualquier estación pero el verano nos somete a una condena perversa en la que, no importa lo que hagas, el sistema penitenciario te castiga por dos. En ese sentido, entre el desempleo y la desesperación, decidí quitarle unos gramos de decadencia a mi existencia y comenzar a “practicar algún deporte”.

Al principio, la idea de ejercitar mi cuerpo, acostumbrado a estar entre libros, no sonaba muy placentera. Salir a correr parecía uno de los hechos alternativos de Conway pero con más fronteras entre la realidad y la ficción. Después de estar un sábado en una piscina con tres de mis personas favoritas, y conversar con un amigo que es fiel a la natación, decidí que podía hacer el intento. Auspiciada por mi padre, porque mi pobreza es así, y motivada por mi madre, quien asegura que durante la infancia tuve un talento innato para el estilo mariposa -hecho dudoso- me encontré con una toalla raída, un bolso viejo y bastante escepticismo delante de la puerta de la piscina.

La cualidad característica de las piscinas no es la de albergar agua, sino el olor a cloro y demás sustancias que mantienen estos ambientes húmedos medianamente limpios. El olor del Poett Lavanda me aporta una sensación de calma difícilmente superable para mi obsesionado olfato con los productos de limpieza. Sin embargo, este olor me hacía pensar en un lugar esterilizado. A pesar de este reconocimiento, hice recuento mental de todas las bacterias que caben en una piscina, en especial si esta está colmada de pequeños infantes tratando de no ahogarse.

Me dirigí a los camerinos a cambiarme. Tuve que ponerme la ropa de baño tres veces porque la verdad, o tal vez sea impresión mía, ahora la hacen bien complicada y llena de toda clase de pitas. Había otro implemento extraño, el gorro obligatorio, siempre a punto de romperse. Y también los lentes de agua, que pueden apretarte hasta que tus ojos están por reventar o quedar tan sueltos que toda el agua de la ciudad- es verdad que cada día hay menos- podría terminar en tus córneas.

El agua estaba tibia lo cual me hizo pensar en orina y demás fluidos corporales. Supuse que los 32 grados de temperatura en Lima podían ser otra explicación viable. El instructor, un viejito muy amable, me preguntó si sabía nadar. Le respondí que sí pero que solo “en teoría”. Me miró extrañado, repitiendo esas últimas palabras. Envidio un poco a la gente que no reconoce esa separación. Para ellos, solo se puede saber nadar en la realidad y no hay más que decir.

En el carril contiguo al mío, nadaba una señora de ochenta o noventa años. Al igual que yo, hizo sus primeros recorridos con la tablita, que te proporciona estabilidad y equilibrio, y con la que puedes ganar velocidad. Esta mujer era dueña absoluta de su cuerpo y voluntad en comparación a las jóvenes que nadábamos en los carriles aledaños.

Lo comento porque era notorio que el tiempo la había conducido a la pérdida de capacidad física, pero no a despojarnos a los observadores de la sensación que provoca ver a una deportista con trayectoria. No había ninguna diferencia entre la acción concreta del acto deportivo y la idea que ella pudiera tener sobre esta actividad. Por eso, una no puede nadar “en teoría” porque, en realidad, no puedes vivir “en teoría”. No importa cuánta incertidumbre y angustia te produzca llevar a cabo acciones concretas. No se puede vivir, y tampoco nadar, en piscinas paralelas o posibles. Y esa mujer lo sabía.

Mis primeros tramos de un extremo de la piscina a otro fueron dignos de un reportaje pseudo cómico del canal dos. Uno de esos reportajes que hablan de los esfuerzos desafortunados de las personas por llevar a cabo actividades físicas para obtener bienestar. Claro que yo, en ese momento, pensaba en dos premisas contrarias al bienestar: mis oídos no podían estar saludables con tanta agua adentro, y haber ingerido cantidades industriales de agua tampoco debía de ser lo ideal.

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Para mi sorpresa, y sospecho que la del instructor, mi sensación de ahogo aminoraba. Es como si mi cuerpo hubiera aceptado la condición en la que estábamos: yo no trataba de conducirnos a la extinción, y hasta parecía que la pasábamos bastante bien. Esa primera persona plural, entre mi cuerpo y yo, es una modalidad que solo conozco cuando estoy teniendo sexo. Parecía que el agua también tenía el poder de armonizarnos.

Sin embargo, como en el sexo, nadar es agotador. Te sumerge en una ligereza como pocas pero, al mismo tiempo, cada movimiento implica la toma de conciencia de una parte funcional de tu sistema. Como piezas de un engranaje, el sistema trabajaba. no solo para flotar como una foca -como mi primera media hora en esa piscina, aunque estoy segura que las focas son bastante más ágiles- sino para que existiera algo de coordinación entre todos sus movimientos. Nadar es como abrazar la ligereza en medio del caos. Se parece un poco a la intimidad en un contexto romántico. Tus rarezas fluyen acompañadas de las de la otra persona y ese es un proceso simple y leve. Sin embargo, los riesgos de la vulnerabilidad no se demoran en sumergirte en un mar de confusión. Así, el comienzo del amor podría parecerse a la lucha por respirar entre brazada y brazada.

Llega cierto momento en el que comienzas a percibir que la presión en tus oídos origina un silencio profundo. Tu mente se queda callada entre tanta belleza líquida. Si tienes suerte, aparecen letras de canciones que escuchaste recientemente, posibles maneras en las que los personajes de la novela que estás leyendo sentirán satisfacción, o lo linda que ella se veía en el cine. En las profundidades, la sensorialidad es tu mejor aliada.

Tal vez, la parte más estética de la tarde fue cuando comencé a sentir el cansancio cada vez que llegaba a un extremo de la piscina. Este era hasta placentero, nada incómodo. No se expresaba en cantidades de sudor ni de ningún tipo de dolor en las articulaciones, como sucede cuando corres. En uno de esos últimos tramos, me di cuenta de que había dejado de ser de día. Las lucecitas que rodeaban la piscina se reflejaban en el suelo como un jardín celeste de flores chiquitas y amarillas. El cansancio en la piscina es de color amarillo.

Mi hora se había terminado y mis compañerxs de carril comenzaban a salir de la piscina. Tuve una sensación de mareo producida por toda el agua ingerida y, también, por una especie de resaca relacionada con volver al mundo real donde tienes que estar de pie y aceptar la carga sin facilismos.

Esta idea me hizo añorar la escenita de las luces y vino a mi mente la canción de Cerati: Amor Amarillo. Con frecuencia, a mis 25 años, mi mente se ve invadida por dudas serias acerca de encontrar una chica “adecuada” o “perfecta” para mí. El amor amarillo con el detalle infinito. Creo que es más realista pensar que, en cierto momento de mi existencia, voy a decidir que la compañía de una es como ir al cine o estar en una piscina: existe el peligro inminente de morir ahogada, pero cuando sacas la cabeza para respirar, el acto se llena de sentido.


Gráfica por Estefani Campana 

 

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