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A su manera el cuerpo de la mujer es muchos cuerpos, pero aquí hay sobre todo dos cuerpos. El lector queda invitado a elegir una de las dos posibilidades siguientes:

El primer cuerpo se deja leer en la forma corriente, y termina en el subtítulo nueve, al pie del cual hay tres vistosas estrellitas que equivalen a la palabra Fin. Es el cuerpo del alivio, es el cuerpo que digiere y olvida, es el cuerpo que elige no mirar las marcas en los cuerpos de las mujeres. Por consiguiente, es el cuerpo condenado a repetir la historia, una y otra vez. El lector queda invitado a prescindir sin remordimientos de lo que le siga.

El segundo cuerpo se deja leer cuando escuchamos a las mujeres que lo habitan. El segundo cuerpo es uno múltiple; es el de las mujeres marcadas, abrasadas, violadas, asesinadas. El lector queda invitado a prescindir sin remordimiento de una vida inmóvil.


Uno

“Arder”

Querida Julia, llevo algunos días pensando cómo escribir este texto sin dañar, sin dañar-me, sin dañar-te, pero sé que es imposible.

Escribir sobre cuerpos marcados, cuerpos torturados, cuerpos violentados, cuerpos como antorchas que se prenden y se consumen en un instante. La náusea y la rabia aparecen, y una se las traga para seguir adelante, para seguir escribiendo, para seguir denunciando, para seguir poniendo el cuerpo en la calle, por aquellas que ya no están, por aquellas que han sido marcadas y asesinadas por acosadores, amigos, parejas, exparejas y padres de sus hijxs. Veo cómo el verbo “quemar” se afecta, se convierte en herir, dañar, marcar, quemar, abrasar, calentar, arder, chamuscar, incendiar, devorar, desfigurar, asesinar, ajusticiar, ejecutar, matar, liquidar, exterminar, carbonizar, incinerar, eliminar, desaparecer. Amplía sus ámbitos y sus transmisores: gasolina, ácido, kerosene, comida caliente, agua hirviendo, aceite recién cocido.

Un día cualquiera, ellos las rocían de gasolina, prenden una cerilla y se van. Ellos no se queman, no se carbonizan, no se marcan. Huyen, se ocultan, generalmente salen librados por la Ley. La Ley los protege. A nosotras, las antorchas humanas que iluminamos cualquier noche en Lima, Huaraz, Tumbes, Tarapoto, Cusco o Puno, no. Nuestros cuerpos no alumbran lo suficiente o quizá los cegamos con nuestra apoteósica belleza de cuerpos abrasados por el fuego.

 

Dos

“Estos días”

La angustia. La rabia. La impotencia.

Victoria, llevamos desde el 25 de abril con esa náusea que describes tan bien, con ese nudo que se agarra, y sólo podíamos intercambiarnos mensajes de desolación, de angustia, de abrazo. No estás sola, no estás sola, nos repetimos. Nos lo decimos las unas a las otras, se lo gritamos a Eyvi en Perú, a la víctima de La Manada en España, a nosotras en el espejo. No estás sola.

Sigue costando escribir. Sigue costando. Nuestro cuerpo no da para más.

La angustia, la rabia, pero ya no la impotencia.

Te leo y ya no. Ya no más.

 

Tres

“Ellos”

No nos quieren. No nos quieren nada.

Nos castigan, porque dijimos que no. Nos lo merecemos, dicen algunos, qué clase de chica va con cinco hombres a un portal. Eso he leído estos días. Es culpa de Eyvi, dicen otros, incluso otras, por alimentar esperanzas. Así aprenderá a cuidarse. A no aprovecharse de los hombres. Ese imaginario, sigue ahí, sólido como si no hubieran pasado miles de años y miles de mujeres luchando por el camino, pagando en la hoguera, en la casa y en los medios. Ese imaginario tiene nombre. Se llama misoginia. Y se traduce en cuatro palabras: odio a las mujeres. Y se traduce en un sistema: el patriarcado, ese que piensa que iguales no somos.

Y que como no somos iguales, somos de alguien. Y ahí tratamos de sobrevivir.

No somos nosotras. Son ellos. Son ellos, y ese deseo triste y unilateral. Ese sexo en monólogo. Lo llevamos viendo toda la vida en películas. En libros. No existimos, más que como ese cuerpo que se penetra, una, dos, cien mil veces. Ese cuerpo que no piensa, que no siente, que tiene la obligación de ceder al deseo ajeno. Que no puede decir no, que ya no quiere, que ha cambiado de opinión, que no le apetece, que así no.

Nos lo han negado, durante siglos. Y las mujeres han sobrevivido, cada una con sus estrategias. Ropas anchas. Gas pimienta. Sonrisas. No levantar la voz. Fingir que te gusta. Apretar el paso. Apretar los dientes. Correr. Casarte con tu violador, solo así se consideraba perdonada la ofensa. Casarte con tu violador. La ofensa. El perdón. Ocurrían. Estaba escrito en un código. En miles de códigos en todo el mundo.

No nos quieren. No nos quieren nada. No todos, salta alguien. No todos. Yo no violo, yo no mato, yo no quemo. Tú no. Pero, ¿Tú no gritas? ¿Tú no insultas? ¿Tú nos ves? ¿Tú nos hablas? Tú, ¿qué haces para que esto deje de ocurrir?

Estos días ha habido posts y artículos de compañeros, amigos y desconocidos,  sintiendo vergüenza de ser hombres. Dice Virginie Despentes, desde hace muchos años que ya es hora. Que se planteen ellos no violar, si queremos vivir juntos. Porque tenemos que vivir juntos. Y así no. Vivir con miedo, vivir bajo sospecha constante, vivir demostrando que eres algo más que un cuerpo para uso y disfrute ajeno, no es vivir. Y ya no podemos seguir esperando.

Hace pocos años, quizás sólo dos, una vez, me encontré con un chat en wassap de mis amigos queridos, amigos de hace más de veinte años. Era un chat solo de chicos. Era un chat de chicos donde decían lo que no se habrían atrevido nunca a decirnos a la cara. Donde se intercambiaban fotos de mujeres desnudas y vomitaban sobre nosotras. Y se reían. Mucho. Mis amigos queridísimos. Maravillosas personas, inteligentísimas, buenos padres, hermosos amigos. Ellos no, era imposible. Pues sí, ellos sí. Ellos también.

Quizás a alguno en otro grupo con otros amigos les enviaran ese video de La Manada donde violaban a una chica entre cinco. Puta locura de noche, decían los violadores. Quizás lo verían con asco y vergüenza. Con curiosidad. Con morbo. Con indiferencia. Con excitación.

Es momento de que se miren ellos en el espejo y decidan si quieren seguir siendo quienes son.

 

Cuatro

“Marcar”

“No doy para más. Nuestros cuerpos no dan para más”, escribes, Julia. Marcadas como ganado, marcadas como esclavas, marcadas como parejas. Nos desfiguran, dejan su huella sobre nosotras, nos disciplinan a través del fuego, nos devoran con la mirada. Les dijeron que la calle es suya y lo que hay en ella también, que pueden tomar mujeres a diestra y siniestra, que pueden penetrarnos por todos los orificios de nuestros cuerpos, que pueden ser padres ausentes, que pueden violarnos para desfogar sus impulsos naturales, que pueden coger aceite caliente, comida recién hecha, ácido muriático, gasolina, prender un fósforo, y, al primer rechazo, a la primer indocilidad, el chispazo se extiende sobre nuestros cuerpos.

Nos quieren marcadas, nos quieren hospitalizadas, nos quieren heridas, nos quieren muertas, nos quieren desaparecidas. Es la guerra contra las mujeres. Es el nuevo terrorismo de Estado. Premian a sus soldados con la libertad o con bajas penas, aluden homicidio o intento de homicidio, o robo, o agresión familiar, un crimen como cualquier otro. ¡Vaya! Si todos lo hacen, nadie lo hace; por eso, no les conviene llamar a las cosas por su nombre: feminicidio. Quizá porque aquellos que ejercen la Ley, terminarían también denunciados. Con pruebas o sin ellas, con denuncias o sin ellas, con videos o sin ellos, con mujeres ardiendo o sin ellas, niegan los feminicidios apoyados por ciertos intelectuales, por pseudofeministas puritanas y otros patanes de las redes. ¡Bravo, chicos y chicas!, pero, Julia, hermana, ¿qué hago con esta náusea que no me deja?  Cada noticia es una arcada.

 

Cinco

“Las leyes”

“Nos quieren marcadas, nos quieren hospitalizadas, nos quieren heridas, nos quieren muertas, nos quieren desaparecidas.”, escribes, nos escribes, a todas, porque es urgente.

En 1995 cambiaron el código penal en España, la gran modificación desde el código penal franquista. En el nuevo código penal de 1995, se introdujo el capítulo de delitos contra la libertad sexual que sustituían los antiguos delitos “contra la honestidad”. Se reconocía desde el título que las mujeres tenían una libertad sexual que era pisoteada con una violación.

Recuerdo al profesor de derecho penal explicando que uno de los cambios radicales era aceptar como violación también la penetración bucal y anal, también mediante objetos.

Recuerdo el aula. Recuerdo las palabras, frías, de la sentencia que nos leyó donde los jueces relataban cómo un hombre le había introducido contra su voluntad objetos de metal, cucharas, en la vagina a una mujer. Recuerdo pensar en lo absurdo de una cuchara de metal. Recuerdo pensar lo perverso del caso. Lo violento. Lo imposible. El sexo no era eso. Cómo puede ser eso, contra la voluntad de una mujer. No podía ser.

Esa sentencia era previa a la reforma del código penal. Y, entonces, no contaba como agresión sexual. Porque eran cucharas y no un pene, no era violación.

Recuerdo pensar, esto es real, esto ocurre. Crímenes de los que las mujeres y las personas no heteronormativas tenemos el increíble privilegio de ser las víctimas en exclusiva. Nos matan, nos violan, nos introducen objetos, nos escupen, nos acosan, porque somos mujeres o porque no somos hombres.

Y hay quien lo niega.

El código penal cambió; los jueces que deciden, no, Victoria.

 

Seis

“Los jueces y la policía”

¿Por una mujer te vas a convertir en un criminal? ¿Por un culo?, decía un funcionario de la Policía Nacional del Perú al tipo detenido por asesinar al amante de su esposa. Pensar que ese funcionario puede ser el que te recoja declaración cuando por fin decides ir a denunciar. Culos. Somos culos.

El juez que no ha visto ni siquiera abuso sexual en el caso de La Manada, el juez que defendía la absolución, dice en la sentencia de las náuseas que hubo ambiente de jolgorio y regocijo. Que en los videos de la violación de cinco hombres a una mujer de dieciocho años, que habían programado de antemano, que grabaron y que difundieron sin su consentimiento por supuesto, después de dejarla semidesnuda y robarle el teléfono para que no pudiera pedir ayuda, veía placer.

Este juez ha visto placer. ¿A quién miraba el juez?

Los otros dos, un juez y una jueza, no han visto placer. Pero no han visto violencia ni intimidación. Que cinco hombres estén contigo, sola, con dieciocho años, dentro de un portal, dispuestos a violarte no es intimidante, escriben en una sentencia que han tardado en redactar cinco meses. No hay violencia. Eso significa que, cuando la chica decide denunciar que la han violado, no la han escuchado. Los hechos probados son que hubo penetración anal, vaginal y bucal. En grupo. Sin su consentimiento. Pero no se considera agresión sexual. No ha habido violencia. No ha habido intimidación. no querías, pero eso no cuenta. No te han hecho daño. No se ven los daños. La próxima vez tienes que resistirte más, para que no quede duda de que te obligan. ¿Si no, quién te va a creer?, nos dicen.

 

Siete

“Desfigurar”

Cuando la ficción se enfrenta al horror de una verdad, Julia. Cuando lees una novela y no sabes que es verdad hasta que buscas: Jorge Barón Biza. En la novela El desierto y su semilla (1998), el escritor y periodista argentino Barón Biza narra su viaje a Italia como compañero de su madre para que se someta a un tratamiento de injertos después de haber sido quemada con ácido muriático por su propio padre, Raúl Barón Biza, escritor, político y hombre de dinero. Inmediatamente después del ataque, el padre se pegó un tiro en la sien. Era 1964. El rostro de la madre quedó desfigurado, el ácido le destruyó los pómulos, el ojo, la nariz y otras partes superiores del cuerpo de manera profunda. La madre había perdido el rostro. En 1978 su madre, Rosa Sabattini, política y pedagoga, se arrojó por la ventana de su departamento en Buenos Aires.

Leer esa novela fue estremecedor, más aún, conocer que la historia se basaba en su propia biografía familiar. Leerla te quita el aliento. El feminicidio no es solo literario, la cicatriz es real, palpable, la figura de la madre sin rostro es desesperada, desesperante, criminal.

 

Ocho

«Nosotras»

Miles de mujeres salen a la calle desde el 26 de abril en todas las ciudades del estado español. No acatan la sentencia. No es abuso, es violación, gritan. No es abuso, es violación. Lo tenemos claro. Nosotras sí sabemos distinguir el dolor del placer. Y no vamos a dejar que nuestro consentimiento sobre nuestras vidas, sobre nuestros cuerpos, no sirva, no cuente, no importe.

Después, decenas de miles de mujeres han compartido sus experiencias de abusos y agresiones sexuales con el hashtag #cuéntalo. De manera similar al proceso de #NiUnaMenos en Perú, desde los últimos días de hace dos julios y hasta ahora, hemos compartido lo que no nos atrevíamos a hablar. Lo que tapamos durante años por vergüenza, por miedo, por sobrevivir.

Y ahí, Victoria, lo sabemos, ocurren dos cosas muy muy muy importantes. Una, que perdemos el miedo. Que no vamos a seguir dejando que nos violen, que nos maten, que nos quemen. Que nos sabemos juntas, y no solas. Que no es culpa nuestra. Que todas las mujeres del mundo han sufrido alguna vez una situación de abuso, acoso o violencia por el hecho de ser mujeres. Todas. Alguna vez.

Y otra, que planteamos una pregunta muy clara. Hasta ahora las leyes, especialmente el derecho penal, lo ha dictado y lo han aplicado hombres. Castigaban de modo diferente el adulterio de la esposa que el del hombre. La violación dentro del matrimonio era casi imposible de probar. Las violaciones a mujeres que ejercen la prostitución también. Las mujeres seguían siendo esos cuerpos, sin capacidad de decisión ni de deseo, ni de reacción.

Pero ahora las mujeres ya no acatamos esa construcción que nos ignora, que nos revictimiza, que confunde dolor con placer. Que nos exige lo inexigible para probar que no queríamos porque nuestra palabra no basta, nuestra denuncia no basta, nuestro miedo, nuestra angustia, nuestra rabia no basta.

 

Nueve

«Ejecutar»

El miércoles 25 de abril, en pleno corazón del distrito de Miraflores, Javier Hualpa Vaca subió a un bus de transporte público; en una botella de yogurt, llevaba gasolina. La arrojó al rostro de Eyvi Agreda y a un grupo de pasajeros. Prendió un fósforo y se fugó. Ahora Eyvi tiene más del 60% del cuerpo quemado: cabeza, rostro, cuello y vientre. Está en el Hospital Guillermo Almenara. Ella aún no sabe, estará profundamente dormida por lo menos los siguientes tres meses[1]. ¿Qué sucederá cuando despierte?

Las náuseas otra vez aparecen. En cada búsqueda, en cada video, en cada letra de este texto.

A pesar mío, dejo algunas ejecuciones ocurridas durante los últimos dos años. Me angustia saber que hay más. No olividaremos esta maldita semana de abril, Julia. Nuestra ira y nuestro vértigo no son en vano, hermana.

  • Erika (36), quemada con una olla de ají de gallina. Marcada.
  • María Jimena (11), secuestrada, violada, estrangulada y quemada. Ejecutada.
  • Yidith Ticona (22), carbonizada en el baño de una discoteca. Ejecutada.
  • Marciana (50), golpeada y quemada. Marcada.
  • Alexandra (21), ultrajada, torturada, estrangulada y quemada. Ejecutada.
  • Vicky (25), quemada con agua hervida. Marcada.
  • Marisella (41), rociada con un balde de gasolina en una peluquería. Ejecutada.
  • Rosa Marisol (26), quemada con gasolina. Ejecutada.
  • Katherine (29), rociada con un líquido inflamable. Marcada.
  • Ghelly (27), quemada con gasolina. Ejecutada.
  • Leslie (21), estrangulada, quemada, descuartizada y tirada en una acequia. Ejecutada.
  • Flor de María (14), sometida a violencia física y quemada con una inmensa olla de agua hervida. Ejecutada.

* * *

 

 

[1] Al culminar este texto, Eyvi todavía no había despertado. El 9 de mayo Eyvi despertó del coma inducido. El 1 de junio de 2018, Eyvi Agreda falleció.


Ilustración de Angi Lozano @collagessilvestres

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