Me desperté y fui a la cocina a preparar el desayuno. Mi hermana estaba mirando la pantalla del ordenador con un gesto extraño en la cara, mezcla de enojo y tristeza. Le pregunté qué le pasaba. “Ha salido la sentencia del caso de la manada”. En silencio abrí el buscador y tecleé las palabras clave. No podía considerarse agresión sexual, sino abuso; uno de los jueces pidió la absolución. Sentí ganas de vomitar. Pensé que podía ser hambre. Puse agua a calentar y empecé a leer las noticias.
Lo que empezó a incomodarme particularmente fue el debate que se produjo a partir de las diferencias semánticas entre agresión y abuso, y cómo traduce la ley esas diferencias. Me preguntaba dónde queda la violación en ese juego de palabras. Quienes nos dedicamos al lenguaje en cualquiera de sus formas sabemos que este es engañoso e insuficiente; pero también que crea realidad, que nos libera y, lo mejor de todo, que podemos reapropiarnos de las palabras para que se ajusten a nuestros sentimientos y pensamientos, y no al revés. En definitiva, que el lenguaje está disponible para cambiar el mundo.
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Leí con especial indignación que la ley es la ley (me niego a usar la mayúscula), que las sentencias no se ponen en duda, que estos temas hay que tratarlos con objetividad. Me cuesta entender a qué se refiere la gente cuando habla de objetividad. En España nos encanta vanagloriarnos del pensamiento racional; hacer honor a nuestra herencia filosófica eurocéntrica. Mirar el cuerpo con la lupa cartesiana, como lo otro, como algo aparte de nosotrxs. Convertimos el cuerpo, entonces, en un espacio materialmente anexo a lo que somos, en un documento legible. Le preguntamos al cuerpo dónde están tus marcas, dónde están las pruebas. En España adoramos la distancia.
Por eso, creo en el feminismo como contrapartida. Porque en este feminismo el cuerpo es el centro de la experiencia. Lo es cuando salimos a la calle y aceleramos el paso en una calle oscura; lo es cuando nos tocan sin nuestro permiso; lo es cuando nos mordemos literalmente la lengua ante una situación de acoso laboral. Este feminismo no elucubra, no tiene un método deductivo, no se construye en el plano de las ideas. No es una instancia moralizadora. El hecho moralizante es el mapa del patriarcado. Nosotrxs hemos tomado otra ruta. Nos importa lo que nos sucede, no lo que otros piensan que nos sucede. En la calle, en la cama, en el trabajo. Pero la ley no se corresponde con las realidades que experimentan estos cuerpos que somos. Cuerpo en su más amplia concepción, no en términos cartesianos.
Lo que la chica sufrió fue una violación. Ponerlo en duda es seguir fomentando las mismas lógicas que nos oprimen. Es establecer una suerte de verdad (en minúscula) en la que le decimos a alguien qué le sucedió. No hay juez ni diccionario ni catedrático que le puedan decir a una lo que significa ser violada.
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En agosto del año pasado, un hombre al que había conocido viajando me violó. Mi hermana y yo estábamos al final de un viaje por Sudamérica en el que nos habíamos sentido más libres, más fuertes y más unidas que nunca. Esa noche, estábamos celebrado la vida. Compartimos ron con unos conocidos y bailamos y con uno de ellos coqueteé y luego me sentí invadida e incómoda. Le dije a mi hermana que quería irme a dormir. Ese tipo con el que había estado bailando me dijo que podía dormir en un cuarto disponible en el piso de abajo del hostel.
Había bebido bastante así que me quedé dormida muy rápido. Me desperté porque el tipo me estaba penetrando. Me había llevado a su cuarto sin decirme que era su cuarto. Me sentí muy confundida y cuando me quise dar cuenta, mi hermana abrió la puerta y le preguntó qué estaba haciendo. Él dijo que solo me estaba cubriendo con una manta. Mi hermana insistió en sacarme de allí y yo no dudé.
A la mañana siguiente, me desperté sintiéndome sucia. Ella también. Hacía un calor asfixiante y salimos del hostel disimuladamente. Pasé todo el día en estado de shock. No quería recordar si había pasado. Entre mi hermana y yo había un silencio que no sabíamos cómo romper. Cuando llegó la tarde, las imágenes en mi cabeza eran tan repetitivas y la sensación en el cuerpo tan evidente que le dije a mi hermana: “Lo hizo”. Las dos rompimos a llorar. “Y además no se puso preservativo”.
Sentí culpa. ¿Me lo merecía? Me puse en duda a mí misma por haber tomado alcohol, por haber coqueteado con él. Por haberme expuesto. Por confiar en alguien que no conocía. Por no cuidarme, por no estar atenta, por no estar alerta, por relajarme, por querer olvidarme por un rato de todo excepto de celebrar la vida. Mi hermana también sintió culpa. Por no haberme vigilado, por haberse ido a duchar. Le dije que no nos permitiéramos eso. Que la mejor forma de cuidarnos era no culparnos. Tuve miedo de ser juzgada. De tener que responder preguntas o dar explicaciones: qué hacías allí, por qué viajabas así, por qué por qué por qué.
Pensé en denunciarlo y tuve miedo. Estábamos lejos de la ciudad y la policía no me generaba confianza. No me creerían y tendría que recibir una cuota más de violencia para la que no estaba preparada. Me pedirían pruebas (por el cuerpo entendido como documento legible) y no podría demostrar que lo que se quebró en mí no tenía una marca visible. Que no tenía arañazos ni golpes, porque no le hizo falta golpearme ni arañarme. Se aprovechó de que estaba profundamente dormida.
Pensé en denunciarlo de otras formas que no fuera la estrictamente oficial. A una le dicen que denuncie como si una no viviese atravesada por el miedo y por el riesgo. Como si fuera ridículo dudar de las fuerzas del orden. Entonces decidí escucharme de verdad, escuchar mi intuición. Decidí ir a hablar con él. De día, delante de otra gente. Accionar mi propio escrache.
Entré en el hostel y le dije que habláramos. Le dije que sabía lo que había hecho; que mi hermana me había contado que cuando entró al cuarto él se levantó corriendo y fingió estar abrigándome. Le grité llorando. Le dije que me había penetrado sin mi consentimiento. Que sabía que lo había hecho sin preservativo. Que no iría a la policía porque tenía miedo. Que iría al hospital a hacerme pruebas y que, si me había contagiado algo, volvería a buscarlo. Yo temblaba, él negaba todo mientras se llevaba las manos a la cabeza.
Salí de allí con el corazón latiéndome muy deprisa. Mi hermana y yo recogimos nuestras cosas, y volvimos a la ciudad. El viaje con el que tanto habíamos soñado terminaba con una sensación que todavía me cuesta describir. Me sentía como una tela rasgada. Los ojos fijos en la pared. Tartamudeé durante dos semanas.
Me costó –todavía me cuesta– pero logré decirlo: fue una violación.
Me costó –todavía me cuesta– pero logré decirlo: fue una violación. Me apropié de la palabra para ser yo quien determine qué me pasó y por qué.
Sé que lo que me pasó fue una violación, porque no quise que me pasara. Porque me quedé en silencio durante días sintiendo que mi cuerpo no era mi cuerpo, que yo no era un cuerpo sino un objeto usado, que algo dentro de mí se había roto para siempre.
No soportaba pensar que lo que a él le costó un segundo decidir a mí me iba a costar toda la vida resolverlo, intentar olvidarlo; tratar de restituir lo perdido. Entonces, entendí por qué era opresión. Por qué era violación. Lo vi en sus ojos cuando le gritaba: él no entendía lo que había hecho como una violación. Eso ocurre cuando alguien cree que puede hacer lo que desea a pesar de que culminar ese deseo implique utilizar el cuerpo de alguien como lugar de descarga. Sé que él tenía inscrito en alguna parte de su imaginario que tenía derecho sobre mí porque bailamos, porque coqueteamos, porque tomamos alcohol.
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Volví a Buenos Aires todavía en estado de shock. Desde ese día, lo que me ayudó a terminar de entender por qué lo que me había ocurrido fue una violación y que no debía sentirme culpable fue el feminismo. Fue hablar con otras mujeres. Descubrir que le había pasado a muchas. Escuchar que también se sentían culpables. Debatir sobre el tema –nosotras que tenemos la gran suerte de juntarnos y debatir, porque hay millones de personas en el mundo que no tienen ese privilegio– y darnos cuenta de que podemos entablar un diálogo con el cuerpo y desde el cuerpo. Denunciar el hecho de que el marco legal en el cual deberíamos poder ampararnos, no existe. Decir que lo que nos ocurre tiene dos dimensiones: la privada y la pública. Que lo que nos ocurre es político.
Fue en esas redes de apoyo donde encontré lo que nunca me hubiera dado la ley. En la sororidad encontré comprensión, pero empecé a entender la importancia de no asumirlo como un cuidado paliativo. Porque las charlas entre amigas son el principio de una red de organización y militancia desde la que actuar, en la que protegernos, en donde poner el cuerpo. Una red desde la que podemos enunciar y denunciar, desde la que exigir una revisión del uso del lenguaje y las relaciones de poder, una elaboración de políticas eficaces, una restitución de las leyes. Pero, sobre todo, una red desde la que aprehender la urgencia de una nueva educación, para que dejemos de ser las responsables de las agresiones que sufrimos. Y así haya quienes puedan decirles a sus hijos que no se viola y a sus hijas que no es su culpa. Y así, algún día, como sociedad, podamos decirle a nuestrxs hijxs que son iguales.
He leído todo tipo de estadísticas. Sobre todo europeas y latinoamericanas, pero las estadísticas contemplan solo la punta del iceberg. He escuchado opiniones. He leído noticias y comentarios. Ensayos feministas. Poemas. Sentencias que me indignan y me avergüenzan. He seguido con mi vida y he salido a la calle y he tenido que escuchar el acoso constante. Me he vuelto a sentir violada. He hecho yoga para recuperar la sensación de que mi cuerpo y yo somos una sola cosa. Le he dicho a mi pareja que recuerde, que tenga en cuenta.
Llevaba meses intentando escribir algo sobre el tema. Solo cuando leí la sentencia del caso de “la manada” supe que no podía postergarlo más. Que cada voz suma. Que no puedo ni imaginar lo que sintió esa chica entre cinco hombres mientras la violaban y, que al mismo tiempo, algo dentro de mí lo siente. No porque esté comparando lo que me pasó con lo que le pasó, sino por empatía, por cuerpo. Porque el cuerpo recuerda y reconoce. Porque podría haberme pasado a mí. Que la ley nos desprotege, nos abre la herida. Que somos las personas que han atravesado estas experiencias las que tenemos que hablar, porque nadie puede decirnos qué nos pasó. Que necesitamos enunciar y denunciar, poner en duda lo que se nos impone. Estar unidas. Exigir cambios. Por todas (y todes). Que nosotras nos creemos, porque no hay juez ni diccionario ni catedrático que le puedan decir a una lo que significa ser violada. Que la ley nos tiene que escuchar a nosotras, y no al revés.