La relatividad de la verdad huye del orden, pero voy a tratar de encontrar el comienzo. Son las ocho y media de un lunes en la noche, y estoy en esa posición específica en mi cama, aquella en la que estoy más cómoda para empezar a observar la lucha de Elliot consigo mismo y con el capitalismo, o las maneras infinitas en las que Peggy Olson no se valora lo suficiente. No tenía las fuerzas intelectuales ni emocionales para seguir corrigiendo los exámenes de mis alumnos. Sin embargo, el tráiler de una película polaca en el CCPUCP parecía más oportuno: cuatro mujeres infelices, a mediados de los noventa, buscando amar y ser amadas. Además, la película tenía nombre ingenioso: “Estados Unidos de amor”. Tenía que dejar de pensar y hacer que las cosas pasaran en mi vida. De la idea a la acción, le dicen. Cuando estaba en el taxi, sentí vergüenza por no haberme animado a ir sola al cine antes y sentí vergüenza por estar yendo sola al cine entonces. Quizás, sentí un montón de vergüenzas en conjunto relacionadas con estar sola. Era todo muy ridículo, pero era cierto.
Faltaban entre cinco y ocho minutos para que la carrera en el taxi seguro concluyera, y pensé lo triste que es no tener ninguna compañía para ir al cine, razoné sobre qué me había llevado a esta decisión, sobre mi falta de autoestima, mis ataques de ansiedad y por qué la frustración siempre se siente igual de terrible. Se supone que a estas alturas de la edad cronológica ya debería una sufrir menos o, aunque sea, estar acostumbrada a este asunto de la decepción, la incertidumbre y el absurdo. La verdad es que no es así y, en algún sentido desconocido, eso no está del todo mal. Es por esas pseudo esperanzas que decides ir un lunes sola al cine por primera vez. Todavía hay cosas por vivir, piensas. Hay que construir el sentido.
Llegué 25 minutos antes de la función, porque tengo fobias relativas a la impuntualidad. No mucho tiempo después de mi llegada, y ya casi a punto de regresar a mi cueva, noté que había más especímenes como yo. Nos reconocimos inmediatamente. Ninguno estaba acompañado ni parecía estar esperando a alguien más. Podría clasificar dos actitudes dentro del grupo de asistentes solos: aquellos como el señor que comenzó a conversar con unos extranjeros y que, básicamente, buscaba entablar conversación con cualquiera que estuviera lo suficientemente cerca de él como para oírlo; y otros individuos más parecidos a mi perfil: pegados al celular tratando de no cruzar miradas con nadie. Éramos un clan unido por un lazo invisible en una sala de cine.
Pero tampoco tuve que preguntarle a nadie si le interesaba esa película o el cine europeo del este o los festivales de cine o, finalmente, si le interesaba mi compañía. Estaba ahí sola, porque yo lo había decidido y eso era suficiente; era todo lo que importaba.
Reconocí la primera ventaja de mi situación cuando no tuve que preguntarle a nadie dónde íbamos a sentarnos. Simplemente, elegí esa butaca perfecta que no está ni muy lejos ni muy cerca de la pantalla, que suele estar al centro y que casi nadie escoge cuando va en parejas o grupos. Hubo algo importante en ese detalle que no sabría definir, pero la sensación fue plena y significativa. Los demás reconocimientos se dieron después.
Me introduje fácilmente en este mundo crudo de infelicidad femenina y de amor fallido. La película escenificaba la soledad con los cuerpos desnudos de sus personajes, cuerpos desnudos y llenos de dolor. Ahí, por un momento, extrañé comentarle a alguien que me encantan las tomas en las que la cámara se mueve junto con el personaje, que provocan que te conviertas en este. Decirle a alguien a mi lado que pensaba que uno de los aspectos más irónicos de la película era que se hacían varias afirmaciones acerca de cómo era el amor y qué deberíamos esperar de él, pero ninguno de los personajes parecía sentirse cómodo con este; en realidad, nadie parecía entenderlo ni experimentarlo ni expresarlo. Pero esta sensación de extrañeza solo duró un momento, para mi sorpresa, porque suelo ser esa persona que necesita compartir los comentarios, muchas veces obvios, de lo que está percibiendo en el cine.
Pero tampoco tuve que preguntarle a nadie si le interesaba esa película o el cine europeo del este o los festivales de cine o, finalmente, si le interesaba mi compañía. Estaba ahí sola, porque yo lo había decidido y eso era suficiente; era todo lo que importaba. En la oscuridad del cine, lloré y fue liberador. No tuve que esconderme de nadie ni considerar que podría estar incomodando a la persona que me acompañaba. Lloré sola en una sala de cine un lunes por la noche a causa de una escena conmovedora, una parte fundamental de vivir intensamente en un mundo en el que la norma consiste en aparentar felicidad y satisfacción. A fin de cuentas, parece que ir al cine conmigo no es tan malo. En realidad, parece que vale la pena.
No me arriesgo a prometer que ir sola al cine sea una experiencia empoderadora. No sé si lo sea, pero sí sé que está dentro de ese tipo de experiencias en la vida en las que comienzas a tener pequeñas iluminaciones, aunque sean temporales y borrosas, de qué es lo que quieres o de quién eres. Estas preguntas son las de todos los días para mí y, casualmente, creo que también las de las mujeres polacas ficticias del film. Prefiero ir acompañada al cine, pero creo que, en algún sentido, este tipo de experiencia te permite enfrentar de una manera menos desesperada y urgente el futuro y sus múltiples versiones.