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 Viajar, en su forma más tradicional, es desplazarse a través de una geografía. Ya sea de un país a otro; de tierras continentales a las costas de una isla; cruzar océanos, o una ciudad, del barrio donde crecimos al apartamento que compartiremos con una, dos o tres personas para declarar independencia. Luego está lo metafísico, el viaje paralelo y piel adentro a través de nuestros nervios y venas. Esa arremetida que es como el viento y las olas de un huracán mal contenido. Un ventarrón que nos empuja, como un puñal contra la espalda, a recrear imágenes (tu sonrisa cuando llego a casa); olores (incienso y tabaco en tu estudio); palabras (el “tú ya no eres mi hija, ni yo tu padre” que me dijiste la última vez que nos vimos.)

Ese recorrido azaroso a través de los discursos no dichos, las decisiones pendientes, o los perdones en pausa (para una misma, para los otros) pocas veces tiene vuelo directo. ¿Me extrañas? Y si sí, ¿volveremos a ser como antes? Y si no, ¿podré vivir sin mi padre? Por meses no te llamé, no te escribí, no le pregunté a mi mamá por tu salud. Luego compré un boleto de avión, armé una maleta y me fui sola a un lugar donde ni siquiera pudiera tener la tentación de contactarte. Me vine a Cuba.

Ahí empecé a presentir los indicios de la tormenta: una navidad sin villancicos me hizo pensar en la religión que has inventado; en los colores de las casas del barrio Playa encontré la paleta de tus camisas caribeñas; en el libro de Padura, Trotsky tenía tu cara. El embarque final hacía este paseo de ida sin retorno llegó un día de estos, mientras caminaba por la calle B de La Habana en dirección al Corner Café, un bar en el que había un toque de jazz muy recomendado por los melómanos de la isla. Avanzando en dirección al Malecón, cubierta por la oscuridad de una noche sin luna y vestida con unos shorts de denim, una camisa amarrada en la barriga y los muslos con una flacidez desvergonzada, pensé que no le temía a nada.

Tú, que has insistido en que me cuide, en que siempre vaya acompañada, me hubieras mirado con inquietud, con los lentes colgados a la mitad de tu nariz de papagayo, si te hubiera dicho que otra vez iba a viajar sola. Me hubieras preguntado cosas (cuánto tiempo, cuánta plata, para qué) y sin mayor presión regresarías tu narizota a la pantalla del computador. Esa sonrisa interior que te sale más del pecho que de los labios habría sellado mi pasaporte imaginario, un aval que ha marcado cada movimiento de mis treinta años de vida. 

En mi nube de temeridad y entusiasmada por la popular seguridad cubana me monté en uno de los Cadillac vintage, que aquí se usan como taxi colectivo, en el que ya iban embarcados tres hombres y el taxista. Fuimos en silencio por la iluminación amarilla y de bajo voltaje de la ciudad. Después, un ejército de cucarachas acompañó mi paso hacia el bar y yo las dejé pasar sin obstaculizar su trayecto. Mi teléfono sin Wi-Fi no fue una preocupación, aunque no sabía cómo volvería al lugar donde me quedaba desde hacía un par de semanas. Sabía que encontraría una solución.

En esa pasarela de optimismo por la que desfilaba como si llevara la colección Primavera/Verano de mi mejor diseño de sonrisa, el grito de un niño me sacó de mi propio cortejo. Mi corazón como un martillo, la saliva como un taco de cemento se me atascó en el pescuezo y mi nueva valentía, tullida como un cheque vencido. Pasarían cinco segundos antes de descubrí que justo atravesaba la zona de juegos de una banda de chicos de unos ocho años que jugaban a las escondidas.

Estas cosas todavía pasan en este sitio, ¿sabes? así como pasaban en el barrio Olaya Herrera de Cartagena donde vivías cuando eras un niño, con sus calles fangosas, bordeando una ciénaga, sin pavimentar. Una zona y una época donde cualquier apagón era motivo para estar en la calle hasta tarde. El tiempo a veces pasa de forma desafortunada para algunos espacios, pero también es un remedio para la vida de algunas personas. Olaya Herrera es hoy uno de los lugares más pobres y el más mortífero de la ciudad, pero tú saliste hace tanto de ahí que te acostumbraste a distraer el calor de la noche arrullado por tu aire acondicionado, o debajo del palo de mango en el patio de una casa que es tuya. Eso, una jarra de agua helada y tener una buena conexión a internet para navegar por las aguas de la política internacional sin salir de tu casa son privilegios que te llegaron como si hubieras ganado la lotería. Pero no fue suerte, yo te he visto trabajar sesenta horas y más a la semana por esas prerrogativas, por el goce de saber que ahora yo puedo pagarme un viaje sola a Cuba, a caminar por una calle oscura pensando que lo puedo todo. Yo no crecí en Olaya Herrera, no trabajé en la noche para estudiar en el día, tuve una infancia blindada contra la violencia de las pandillas, una niñez parecida a esta cubana en la que el tiempo pasa con la cadencia del pasado. Aquí la infancia se vive completa, sin afán.

El Corner Café se llenó a las 11 en punto y comenzó algo más cercano a un ritual chamánico que a un concierto. Como dijo luego uno de los músicos invitados, el Corner es un “buen lugar para descargar”. Jorge Chicoy, Jorge Reyes y Tony Rodríguez -en la batería, el teclado y el saxo- soltaron electricidad de la que entumece la mandíbula y estimula las glándulas hasta el límite del goteo. Un gusto que mi hermana y yo adquirimos después de años de entrenamiento entre “Here comes the Sun” y los toques de Coltrane y Miles Davis que se desplegaban en tu estudio. Un chico de piel caoba y pelo enroscado que conocí en el bar me llevó a caminar por El Vedado después del concierto. Ahí volviste aparecer como si fueras llovizna. A las 3 de la mañana terminé sentada en una banca con tu ídolo de siempre: John Lennon. Este país, que en otros años veía el rock and roll como parte del sistema al que se oponía, hoy tiene una estatua que rinde tributo al a este señor. Por las noches descansa sin gafas para evitar que se roben la pieza tallada en cobre, porque según cuenta una crónica del escritor español Álex Ayala, se la han robado varias veces y eso obligó a un equipo de ancianos a salvaguardar cada noche el preciado accesorio y devolverlo en la mañana.

Sé que de esa última anécdota sólo te quedaste con lo del muchacho joven y guapo, pero eso es una historia que no te contaré para no empañar el relato con otra de esas malas concepciones que tienes de mi relación con los hombres. Estando acá he entendido que la revolución que tanto admiras es un movimiento masculino y mi proceso en esta isla incluye aprender a vivir con eso. Hacer las paces contigo es perdonar al patriarcado. Absolverme a mí es saber que no tengo nada que perdonarme.

***

En el camino a Trinidad desde Ancón, con el recuerdo vivo de esas aguas esmeralda azuladas, vi cómo se apagaba el reflejo de las luces naranja sobre el verde opaco de los montes del Escambray, y el mundo, este que mora en mis entrañas, parecía singular y apacible. En esa manigua, hace 55 años, un grupo de insurgentes fraguaron durante meses hacer la contrarrevolución con apoyo de Estados Unidos, pero entre el 62 y el 63 las milicias de Fidel acabaron con cualquier célula de rebelión. Como escarmiento para todos los que tuvieran la mínima intención de hacer oposición, a los más aguerridos que no lograron escapar los fusilaron.

Me quedé pensando en que muchos de esos detractores no siempre lo fueron. Algunos apoyaron la causa revolucionaria hasta que se hizo efectiva y encontraron en el nuevo gobierno no una democracia, sino un gobierno autoritario. Algo así siento en el estómago cuando pienso en nosotros ¿Cuántas veces te dije que eras como mi dios? ¿cuántas otras que eras lo que más admiraba? En frente de la casa donde me recibieron en Trinidad, en una de sus calles adoquinadas y coloniales, hay letreros a los que podría cambiar la palabra de Fidel por Jesús y serían parecidos a los que tenía mi abuela en su cuarto ¿recuerdas cuánto fastidio te causaba su excesivo fanatismo?

No puedo identificar el momento exacto de nuestra ruptura, recuerdo escasamente que pudo ser algo relacionado con una foto que no te gustó en Facebook, con un mensaje inadecuado en un espacio público, con una decisión profesional que no compartes. Lo que sí sé es que la distancia ha ido en aumento en el último año. Entre más independiente me hago de ti, con mis propias causas, menos posible ha sido que pasemos tiempo en el mismo cuarto sin discutir. Pienso en las veces que me dijiste que me querías libre. ¿Qué tan libre querías que fuera? ¿Libre a la sombra de tus ideas? ¿Libre, aunque mi propio género te cause tanta angustia que necesitas, de vez en cuando, “defender mi honor”? ¿Qué pasó, papá? A veces creo que llevaste la lucha por mi crianza liberal hasta un punto que nunca sospechaste: la posibilidad de que en el proceso me volviera Yo y no una copia de ti, como quise ser durante todos mis veinte.

Diez de las horas del último día del año las pasé en un ómnibus intermunicipal entre Trinidad y La Habana. Sin darme cuenta compré un pasaje con más paradas de las que la lógica debió permitir. Cienfuegos, Playa Girón, Playa Larga, Varadero, Matanzas y nuestra parada final a las 5:15pm. A esa hora empezó a sonar Jorge Drexler en mi reproductor de música. Para ser más específica sonaba Transporte, esa canción que desde hace casi 10 años es Nuestra Canción, la que nos recuerda –o recordaba, ya no sé– que aun estando a miles de kilómetros de distancia estábamos juntos, o en su defecto, que nunca estaríamos solos.

Éramos mejores amigos, llaves, cómplices, la felicidad y el consuelo del otro, la verdad absoluta en un mundo que parecía cada vez más dividido por egos malsanos e irremediables rupturas. Eso no nos pasaría a nosotros. Andábamos por ahí como dos camaradas. Nos bastaba una mirada para reconocer el estado del otro.

¿Te darán nostalgia los recuerdos?  A mí me gusta ese que nos lleva al final de los 80’ cuando era una niña de tres años, de brazos y piernas regordetes, con los ojos más achinados por los cachetes redondos y el pelo oscuro y liso siempre pegado a la frente por el sudor. Aún no estaba en el colegio y mi mamá trabajaba en una oficina todo el día. Tu labor era cuidarme y cuando era hora de ser profesor, me convertías en tu asistente, cuidaba tus tizas y borradores sentada en un pupitre de la primera fila del aula mientras tú dictabas clases en la facultad de economía de la Universidad de Cartagena.

Ese día de año viejo, antes de medianoche, fui a un punto de internet para buscarte. Fue el primer mensaje en cuatro meses. Te escribí “te amo”, me escribiste “yo te amo desde antes de que existieras”.

***

Ahora, en esta sala del aeropuerto después de hacer una cola eterna –como todas las de esta isla–, espero un vuelo que me llevará a casa después de un mes en Cuba. A pesar de que estaremos más cerca geográficamente, siento como si volara más lejos de ti. La isla se queda acá, más real que todo lo que conocía hasta ahora. La pobreza abrasadora hace lo suyo, manteniendo la necesidad y el espíritu de lucha por causas que han cambiado por seis décadas. El mar marca el fin y el principio de esta cosa original que nace de una revolución cultural concebida en el Caribe.

Mañana encontraré la forma de continuar, tal vez reinventada a niveles que ni me hubiera imaginado. Me senté a escribirte esta carta porque ahora pienso que esto te pasó a ti cuando en el ‘96 viniste por tres días y ya estando acá llamaste a mi mamá a decirle que no volverías en unas semanas. Aunque para mi hermana, mi mamá y para mí fueron semanas felices, como una pijamada extendida, siempre me pregunté qué te hizo quedarte, de quién te habrías enamorado. Ya entiendo que uno también se puede enamorar de un sitio. Por eso vine, a dejarme seducir, pero no por Cuba, sino por mí misma. Solo así me he llenado de valor para recuperarnos.

Ahora nos queda ver si esto en lo que nos hemos convertido, después de nuestras propias guerras y revoluciones, nos mantendrá unidos. De cualquier forma, eres libre de todo juicio ¿Quién podría ser yo, o en mi caso tú, para juzgar la vida de alguien que vuela? Cuánto goce hay en la buena vida, ¿cierto? No en la que añoramos, sino en la que estamos viviendo. No solo yo he estado presa de tu aprobación, sino que tú también has estado capturado por mi crianza. Te he colonizado. Ahora que voy de vuelta te digo que yo no necesito que me digas que puedo viajar: tú también necesitas independencia. Haz tu propia declaración a este estado soberano. Aquí está mi bandera. Es nueva. Tiene un sol que se levanta completo porque siempre es hoy y me gusta el día. Te presento también mis reglas, aquí las puedes leer. Podemos ser aliados sin imponernos constituciones.

 


Ilustración de Angi Lozano

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