Una dulce invasión en mis redes sociales
En mi perfil de Facebook tengo 506 amigos exactamente. Admito que sería complicado reunir a la versión en carne y hueso de toda la lista para tomar unas chelas, no sólo por una cuestión numérica, sino porque residen a lo largo y ancho del mundo. Puedo contar, por lo menos, diez nacionalidades distintas.
A muchos los he visto una única vez y con otros tantos probablemente nuestros caminos no se vuelvan a cruzar. Pero Facebook es mi medio para estar al día con quienes me gustaría tener más cerca, mi canal de noticias, y mi herramienta de recursos útiles. Uno no sabe si por cosas del destino tendré que viajar a Finlandia y entonces agradeceré haber guardado el contacto de un lugareño al que pedirle consejo.
Quizás dependa de la cultura de cada cual. A mí me gusta hablar con gente del lugar. Un alemán o un gringo quizá prefieran descargarse una aplicación con mapas y esta especie de comunidad mundial les resulte extraña. Sé que también puede sonar a puro utilitarismo, pero tengo más razones para mantener esa larga (según con quién comparemos) lista. Por ejemplo, también mantengo algunas relaciones platónicas virtuales no confesadas, a través de likes y contenidos compartidos. Y otros perfiles que sigo por puro morbo.
Sean cuales sean las razones más o menos honestas, clásicas o nocivas para no cortar el hilo invisible que es Facebook, no tiene nada de malo mantener la virtualidad de las relaciones. Si te puedo ver en mi muro es porque todavía no me has borrado y viceversa. Es una relación consentida, se podría decir. Hasta que aparecieron los bebés, quienes de consentimiento todavía saben poco.
Brian[1] tiene ahora tres años y conocí a sus padres cuando fueron de luna de miel a Perú. Una amiga nos juntó en una conversación grupal y yo hice el papel de esa conocedora del lugar que merece la pena mantener en tu lista de contactos. No he vuelto a ver a sus padres, pero sigo los pasos del pequeño Brian desde que estaba en la barriga de su mamá. Le he visto llorar, crecer, comer, aprender a caminar, celebrar su primer cumpleaños, conocer a los abuelos paternos de Missisipi, disfrazarse de cowboy por carnaval.
Cuando de niña me presentaban a un pariente lejano, que me levantaba en volandas y me decía “pero qué grande estás, la última vez que te vi eras así” (dando a entender algo muy pequeño), yo pasaba un miedo terrible. ¿Quién es ese señor y por qué sabe quién soy?
Me pregunté cómo sería la escena si un día conozco al pequeño Brian en persona –hecho altamente improbable-. ¿Confesaré que le sigo en la distancia? ¿Le diré “cómo has crecido, con lo mal que comías” como me decían mis tías? No me digan que no es un poco creepy el asunto. El pequeño Brian, que vive en California, tiene una fan al sur del continente desde antes de nacer. Cuando de niña me presentaban a un pariente lejano, que me levantaba en volandas y me decía “pero qué grande estás, la última vez que te vi eras así” (dando a entender algo muy pequeño), yo pasaba un miedo terrible. ¿Quién es ese señor y por qué sabe quién soy?
Brian fue el primero de una dulce invasión de Anne Geddes, la fotógrafa de bebés, en mi muro. Una amiga alemana acaba de tener a su segundo hijo, más guapo en mi opinión que el primero. Conozco a los mellizos de Lis en pantalla, después de no perderme, mes a mes, las fotos de la barriga de la madre desafiando las leyes de la gravedad. Y a los hijos de algunas amigas del colegio espero conocerlos antes de que hagan la comunión.
Desconocemos el impacto que la exposición prematura en redes sociales de estos niños tendrá en su futuro desarrollo. Me imagino que si mis padres hubieran compartido fotos mías por doquier tal vez estaría enfadadísima con ellos. Quizá sería uno de esos millenials que ya no usan Facebook. O quizá gracias a esa sobreexposición no sufriría de pánico escénico, y no me daría vergüenza subir mis selfies a Facebook.
Puede ser que la pregunta ¿es conveniente para los bebés que haya fotos de ellos pululando por internet? esté desfasada. Se parece a cuando empezó a generalizarse el uso de celulares y aparecían artículos clamando ¡Oh dios mío! ¡Los celulares permitirán que siempre estemos localizables! ¡Vamos a poder comunicarnos demasiado! Unos años después, al menos por ahora, la humanidad sigue su curso.
Un bautizo además de un rito católico es también una especie de presentación en sociedad, para quienes lo celebren. En mi bautizo sólo fueron invitados parientes de mi ciudad o mi región. Ahí terminaba, en las fronteras de un trozo de la península ibérica, mi concepción de la humanidad durante la infancia. Que los niños crezcan sabiendo que el mundo está interconectado, aunque sea a través de una pantalla, quizá ayude a fortalecer la conciencia global y el sentido de pertenencia más allá de las barreras.
Por otro lado, aunque podría ser pronto para afirmar que no hay diferencia entre la persona en el mundo físico y la persona en el mundo virtual, sin duda esa distancia se ha ido achicando. Dado que gran parte de la población mundial ya no concibe sus días sin internet, ¿deberíamos dejar a los niños al margen del mundo virtual hasta que sean mayores de edad? ¿Las redes sociales no serían parte de la realidad en la que viven? Regresando al ejemplo de mi bautizo, en donde a mi yo-bebé fue apapachado por unos cien desconocidos sin su permiso, ¿subir fotos de mi prima de tres años podría ser algo así como su bautizo virtual? ¿Son las redes sociales una verdadera extensión, un perfecto espejo de nuestras redes corpóreas?
Mientras alguien más resuelve estas dudas existenciales, observaré los pasos de Brian. Sería inútil negar que se ganó mi cariño.
[1] Se usa este nombre para conservar su anonimato.