“Respira”, me dijo S. mientras íbamos en el taxi rumbo a Emergencias del Casimiro Ulloa. “Respira, Carmencita”, me dijo S., tan poco dada a los diminutivos. Yo intentaba respirar aunque tenía la boca llena de sangre. Unos minutos antes me había ido de cara a la vereda y roto parte de los dientes y los labios. Ella fue la única del grupo de amigos que reaccionó y no se puso a correr como pollo sin cabeza. Me levantó, detuvo un taxi y me recordó que debía respirar mientras tomaba mi mano. Años después, S. fue la primera amiga a la que recurrí ante la primera de muchas crisis matrimoniales. S. es el primer teléfono en mi lista de Contactos en Caso de Emergencia. Y sería S. a quien llamaría si tuviera que ocultar un cadáver.
“It´s the friends you can call up at 4 am that matter”, Marlene Dietrich
A partir de la escritura de este texto, he pensado mucho más en ella y en otras amigas. ¿Existe una diferencia entre esta relación amical femenina y la que tengo con mis amigos? Tras leer sobre el tema y hacer pequeñas encuestas informalonas entre conocidxs, puedo concluir que entre amigas se teje una empatía emocional intensa, no exenta de encontronazos por cierto. Un poco como la mantita que Linus, el adorable amigo de Charlie Brown, cargaba a todas partes. Sí, la amistad femenina puede ser cálida y reconfortante, pero si nos acercamos a ella tal vez notemos los hilos sin cortar, las puntadas zigzagueantes, las manchas sin lavar o los nudos por desenredar. En suma, un tejido imperfecto.
En el libro “Agridulce: el amor, la envidia y la competencia en la amistad entre mujeres” (Grijalbo, 1988), Susie Orbach y Luise Eichenbaum decían bien: “Lo que caracteriza la amistad entre mujeres es la fácil reciprocidad que envuelve la relación, posibilitando que tantísimas cosas se hablen y se sientan sin temor”. Con mis (futuras) buenas amigas ha bastado compartir una chela o un café (mentira, siempre es chela) para darme cuenta de que era el inicio de nuestra historia amical.
Estos primeros encuentros recuerdan a los de una relación amorosa, solo que sin esas irritaciones o incómodos picores consecuencias de darle duro a lo que ya ustedes ya saben Abrimos los cajones de la vergüenza y soltamos confesiones a lo loco a nuestra amiga. Nos interesa saber si ella también tuvo un crush con el amigo churro de su hermano o si fantaseaba sexualmente con Sailor Moon o con Gigi cuando salía calata gracias al diamante mágico. Si en el colegio de monjas también le dijeron que Diosito la perdonaría por no llegar virgen al matrimonio (¡JA!). O si también, de madrugada, espía los perfiles de Facebook de sus compañeras del cole solo para comprobar que no serían amigas de adultas. Hay emoción, novedad y esas ganas de saberlo todo de la otra. Mantenemos charlas larguísimas, y, por la mañana, continuamos por Whatsapp la conversación de anoche. Es como un romance, vamos.
La empatía es el pilar que sostiene este tipo de relaciones. Comparto la indignación de mi mejor amiga cuando me cuenta que su jefe le hace mansplaining porque por años mi viejo lo hacía con mi mamá. Me empincho con la misma intensidad que ella cuando nos acosan en la calle. Cerramos juntas los bares recordando a los chicos Peter Pan que se nos cruzaron en la vida y que creíamos poder salvar con nuestros superpoderes. Le envío una foto desde el probador de Zara y me responde que puede estar muy de moda ese estilo, pero que parece de comuna amish y que no lo compre porque ella me prestará algo más lindo (y sí, así fue).
“El compartir no es una concesión, ni una lucha particularmente difícil, ni un sonsacar [sic], sino más bien parte de la forma que tienen las mujeres de relacionarse entre sí. Es una segunda naturaleza, un hábito, una forma de ser. El no compartir parece extraño, como negar algo, y se vive casi como una traición”, señalan las autoras de Agridulce.
Lo dije: la amiga es como una pareja solo que sin el sexo. O mejor dicho: la amiga es como un matrimonio que lleva 50 años juntos. Sin embargo, los conflictos pueden ser igual o más difíciles de enfrentar y terminamos teniendo charlas en las que hablamos con códigos:
1:
- Te noto rara (En realidad desde que tienes novio ya no salimos tanto).
- Noooo, para nada. Mas bien tú eres la rara (¿Acaso estás celosa? ¿Qué diablos te pasa?)
- Ah, impresión mía entonces (Estás rara y te has vuelto una odiosa).
- Sí. Nooormal todo (Loca).
2:
- Quedamos entonces para el sábado.
- No puedo. Doy una charla de capacitación. Responsabilidades de jefa, ni modo. (Ya te lo había comentado hace semanas. Creo que ni me escuchas últimamente).
- Ah, pucha. ¿Quedemos para el siguiente sábado? (Si es que su recargadísima agenda lo permite, señora-superimportante-ejecutiva-exitosa).
- Déjame ver mi agenda.
- …(¿Pero qué se alucina?)
- No me odies. Pero salgo de viaje el jueves por chamba. (No quiero ir, pero no tengo otra alternativa. ¿En realidad estamos planeando una cita? ¿Qué nos ha pasado? Estoy tan agotada de esto. ¿En qué momento nuestra amistad pasó a ser una reunión en la agenda?)
- ¡Ya vamos viendo! (Uf, qué flojera. Antes eras chévere).
¿Por qué podemos soltarle a nuestra pareja un “Oe, tenemos que hablar”, pero nos cuesta más decírselo a nuestra mejor amiga? ¿Será tal vez que aún no estamos acostumbradas a hablar de nuestros sentimientos negativos? ¿Hay un miedo de estropear este perfecto strawberry fields forever (mi idea de la felicidad es un campo de fresas, lo siento. También un pan con chicharrón, pero Los Beatles no le cantaron al pan con chancho)? ¿Quizás porque resulta más sencillo hablar de estos sentimientos cuando involucran a terceros en lugar de a nosotras mismas aunque sea tan evidente como el elefante meneándose en la cristalería? ¿Nos invade la culpa de herir a nuestra amiga y perderla para siempre?¿Tememos que nos califiquen de intensitas? Y por cierto, ¿Qué hay de malo con ser intensas, eh? ¿EHH?
Sí, un poco de todo. El miedo a cagarla no es gratuito: hay un dedicado trabajo patriarcal detrás que nos ha machacado que “calladita más bonita”, algo así como una jodida voz interior que nos dice que pa qué, que lo dejemos pasar, que es idea nuestra, que todo está bien. Y no pues, no está bien porque más nos vale estar unidas que peleadas, porque juntas somos más y más fuertes. En suma, al fortalecer nuestras relaciones amicales entre mujeres, tejemos también la gran hermandad femenina –sororidad o sisterhood– que necesitamos, tanto para pitear o alzar la voz como para apoyarnos cuando caiga la profunda noche oscura del alma (“en la que las licorerías y los bares están cerrados”, como lo dijo la escritora Lucia Berlin en su magnífica antología “Manual para mujeres de la limpieza”.
Piénsalo: por cada mensaje no dicho o por cada malentendido con tu mejor amiga, pierdes a esa compañera que te entenderá porque ella también vivió eso que te jode. Necesitamos esforzarnos en construir sororidad, como lo explicó la antropóloga Marcela Legarde: “Sumar y crear vínculos. Asumir que cada una es un eslabón de encuentro con muchas otras y así de manera sin fin. El mecanismo más eficaz para lograrlo es dilucidar en qué estamos de acuerdo y discrepar con el respeto que le exigimos al mundo para nuestro género”.
“Some people go to priests, others to poetry. I go to my friends”, Virginia Woolf.
Vale la pena hacer estos esfuerzos emocionales, porque encontrar una amiga verdadera no es asunto sencillo. Lo comentaba con una buena compañera con quien, además de la amistad, nos une el ser dos extranjeras buscando el sentido de la vida lejos de casa. “Es más fácil encontrar con quién tirar que a una amiga”, me dijo un domingo en el que nos desbarrancábamos por los abismos de la nostalgia. Pensamos en crear un Tinder para conocer amigas, pero ya se nos adelantaron . Luego, como soy así, pretenciosita, le comenté algo que leí en el New York Times: ¿Por qué no existen ceremonias para celebrar la amistad entre amigas? Si se festeja conseguir un trabajo, se organiza un rito pomposo por festejar un matrimonio, si se hacen fiestas en toga porque hemos acabado una carrera universitaria, ¿por qué no hay una sola celebración en la que podamos decir con mucho orgullo —como Dustin en esta bonita escena de Stranger Things—: “She´s our friend and she’s crazy!”.
Propongo celebrar a cada una de nuestras amigas, tal vez gritando por las calles o llamándolas, escribiéndoles más seguido o simplemente diciéndoles con más frecuencia, y sin estar borrachas, que las queremos y que, sin ellas, hace rato, una sería una delincuente, un alma infeliz o una malvada de telenovela, a lo Soraya[i]. Gracias a ellas es que aún no me voy a la mierda, como mis vegetales, me hago mi papanicolaou anual y no me escapo con el bad boy de turno. Sin ellas lloraría mucho más, tendría unas borracheras tristísimas y leería libros malos. A ellas les debo seguir viva, con la cabeza más o menos en su sitio y el corazón latiendo al ritmo que debe. Y sé que el día que me lleve la Santa Muerte, seguro veré sus rostros diciéndome “Lo hiciste bien, chica. Vaya tranquila”.
[Seguiremos informando]
[i] Lo bueno empieza en el minuto 1.54, como es sabido.
Gráfica por Estefani Campana