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Pasar del ejemplar “Ya te dije adiós, ahora cómo te olvido” de Walter Rizo a “Consigue al tipo” de Matthey Hussey tomó un tiempo. Es un proceso lento para quienes vivimos el necesario duelo después de la ruptura de una relación y, en algún punto, sin premeditarlo, queremos volver al ruedo, porque, cómo dice Amalia Andrade en “Todos cambian el amor de su vida (por otro amor o por otra vida)”: la teoría del no retorno afectivo afirma que nuestra tendencia es siempre ir del punto “a”, al punto “b” y luego al “c”, y así consecutivamente. No se trataría, entonces, de volver atrás. La “literatura basura” (libros de autoayuda, bestsellers o del género Chick lit) -porque debo admitir que yo también la denominaba como tal- me salvó en cada crisis que tuve tras la depresión que el psiquiatra me diagnosticó. No fue él quien me la recomendó, fui yo quien ubicaba la librería más cercana en Google Maps cada vez que sentía que las herramientas que tenía ya no eran suficientes; cuando los amigos, la familia, las sesiones psicológicas y los clonazepanes dejaron de bastar.

Me dirigía siempre a la misma sección y tomaba el ejemplar cuyo título me pareciera más adecuado para la etapa en la que me auto-diagnosticaba. “Mujeres que aman demasiado” de Norvin Morrow, por ejemplo, lo consumía camino a casa, y, para cuando estaba en ella, todo había pasado. Cuando menos lo notaba, le estaba comentando a algún amigx todo lo que andaba leyendo, supongo, porque no me avergonzaba, porque ¿cómo puede uno avergonzarse de estarse ayudando?

Después de llenar la mesa de noche de tanta psicología positiva, toneladas de Kleenex y variedad de chocolates fondant, puedo afirmar que hay más puntos que todas las letras del abecedario esperando por nosotros y esa energía es la que nos empuja siempre en una huida hacia adelante.

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Daniel es el tipo de hombre que no pensé encontrarme en Tinder. Los dos compartíamos una historia parecida: una relación de muchos años que nos dejó guardados en un baúl viejo, que nos dejó secuelas, y que nos hizo desconocer las nuevas formas de citas y sus códigos. Semanas después, Ian rechazó mi invitación a un bar y dijo que me esperaba en su departamento; Adrián ofreció lo mismo, pero agregó una botella de vino al itinerario; y Javier llegó con un ukelele a la cita y pidió un beso a cambio de su hermosa melodía.

Pero yo no buscaba nada de eso. En realidad, pretendía mejorar mis interacciones con las personas; es decir, aprender a conocer, tratar y mantener una conversación con un desconocido del género de mi interés. Por ello, cuando Morgan, después de una semana de diálogos virtuales extensos, me dijo que usaba esta aplicación para conversar con otras personas, debido a su trastorno de personalidad esquizoide, ratifiqué la idea de que todos la empleamos con distintos fines y que en Tinder hay más que solo individuos con objetivos sexuales.

En cambio, Daniel me preguntó si deseaba ir a la casa Barragán o al Convento del Desierto de los Leones. Me dijo que el Museo de Antropología era su favorito y que le encantaría ir acompañado de una arquitecta –como yo-. Eso conquistó mi mente; “lo más bello de ti: tu esponjoso cerebro rosa”, según él. Con Dani tuve una gran cantidad de citas fabulosas que me hicieron recordar que el boliche no es lo mío, que me encantan los tours nocturnos en coche por la ciudad, que los planes improvisados son los que más disfruto (pese a mí bien sabida organización) y lo bien que se sienten momentos tan sencillos como sentarse acompañada en un columpio en el amanecer mientras las jacarandás se balancean. Pero, sobre todo, me reafirmó lo oxidada que estaba en esto de salir con alguien.

Nos atrae experimentar todas aquellas cosas de las que nuestros amigos solteros han hablado durante años.

Porque para varios que volvemos a las filas de la soltería luego de tanto y disfrutamos de nuestra propia compañía, lo que menos nos interesa es involucrarnos en una relación exclusiva y/o formal inmediatamente. Nos atrae experimentar todas aquellas cosas de las que nuestros amigos solteros han hablado durante años, que antes nos causaban gracia o diversión, todo menos envidia; pero que ahora captan nuestro interés.

Creamos cuentas en aplicaciones como Bumble; tomamos esas clases de danza aérea, por las que nos preocupaba ser censuradas por nuestra ex pareja; probamos el vegetarianismo, porque cocinar y comer se ha vuelto individual; los martes vamos siempre solos a la misma butaca en el eje de la pantalla de la Cineteca, sin la preocupación de encontrar un par de buenos asientos juntos; imaginamos ser la Demi Moore del profesor de cerámica en el torno todos los miércoles y “moldeamos” nuestros pensamientos a nuestro antojo; aceptamos ser la persona cuyos amigos ofertan al resto de sus conocidos solteros en cada fin de semana posible; y, si nos place, nos disfrazamos de Sophie Turner o Tuppence Middleton, según nuestro humor. Así  creamos nuevas costumbres y abrazamos la reconstrucción personal que nos tocó vivir, con o sin nuestro consentimiento, porque, con el tiempo, entendemos nuestra situación sentimental como una gran oportunidad.

Como un viaje interior que debemos realizar, como introducirnos en una tormenta personal. Y es que las tormentas son positivas, porque sin ellas nada se mueve, nada cambia. El impacto de estas sobre el paisaje, es tan semejante al que realizan sobre quienes las vivimos: una transformación relevante, y sobre todo, un inicio ineludible.

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Cuando alguien visita el Top of the Rock en New York atraviesa primero la famosa fotografía “Almuerzo en lo alto de un rascacielos”. Recuerdo estar en la fila mientras observaba a las familias, grupos de amigos, pero, sobre todo, a parejas improvisar escenas sumamente divertidas sobre la “viga”. Para cuando fue mi turno, el fotógrafo, apenado por ver mi “soledad”, me preguntó si realmente deseaba participar como los demás. No pensé mi respuesta dos veces: Por supuesto, ¡he estado esperando por esto!

Y no mentía, había hecho este viaje sola, pero conmigo misma. No esperaba estar soltera para este tiempo, pero tampoco esperaba estar en Nueva York meses atrás cuando compré este vuelo y organicé estas vacaciones para mí. No solo lo hice porque deseara conocer esta ciudad; en realidad, quería ir a donde fuese, pero sin compañía. Anhelaba estar conmigo y mis pensamientos. Me imaginaba en Time Square caminando a mi ritmo, parada por horas observando “Los amantes” de Magritte o sentada en Bryant Park cuanto tiempo deseara. Optar por hacer lo que me plazca en cualquier momento, sin consultar, ceder o hallar consenso.

Quienes estamos solteros ejecutamos una gran cantidad de cambios, porque solemos vincular las relaciones con habernos negado la oportunidad de abandonar el plan, de darle un giro a la costumbre, de admitir que preferimos realizar ciertas actividades solos, de decir que ya no tenemos interés en seguir haciendo otras: que cambiamos. De los cambios en la pareja surgen las incomodidades, las discusiones y los desencajes. Evitamos el cambio porque deseamos evitar el conflicto. Pero supuse mal, no porque todo lo anterior no pueda ocurrir, sino porque al no cambiar sí afectamos una relación, probablemente la más importante: la que mantenemos con nosotros.

Hay parejas que parecen estar más solas que la gente soltera, donde la compañía aparenta ser una incomodidad, que resta más de lo que suma, como si fuese necesario soltar.

He visto todas las fotos que les pedí a desconocidos que me tomaran durante 10 días. Soy de quienes se niegan a adquirir un selfie stick, y opté por el riesgo de que salgan corriendo con mi cámara. Asumo que, al menos al final del día, podré intercambiar unas palabras con alguien u obtener una buena anécdota. Recuerdo estar en el puente de Brooklyn, cuando caía el sol y los bordes de los edificios se acentuaban. Andaba pensando en los tonos de acrílicos que compraría al terminar de recorrerlo para seguir pintando cuando volviera a Ciudad de México, pero mi tranquilidad se interrumpió por una pareja que discutía. Parecía una discusión banal, y realmente no deseaba irme, opté por acercarme y pedirles una fotografía, quizás para distraerlos un poco. Fue de esos momentos donde percibes que hay parejas que parecen estar más solas que la gente soltera, donde la compañía aparenta ser una incomodidad, que resta más de lo que suma, como si fuese necesario soltar. Probablemente es de las peores fotos que me tomaron en este viaje.

Llegué al final del puente, donde este remata en el City Hall Park. Mientras veía cómo se le escapaba un globo de helio a un niño, noté ahí que en algún momento había estado en los zapatos de aquella pareja, pero que ahora ya había soltado todo. A diferencia del pequeño, dejar ir era algo que yo tenía bien aprendido. Este viaje fue mi ritual, había intentado varios desde hace ya mucho tiempo, pero parecía que nunca eran lo suficientemente representativos. Sin embargo, esta aventura física materializaba la interior que había estado viviendo; sentí que podía retirarme del lugar y estar segura de tener todo lo que necesitaba conmigo: a mí, como nunca y como siempre.

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Pocas personas saben que tengo  la manía o gusto por hacer mapas, algunos reales y otros ficticios. En realidad es muy sencillo: ingreso a Google Maps y marco una obra, lugar o ciudad al que ansío ir. La Laguna Azul -el balneario geotermal islandés-, por ejemplo, fue uno de los primeros que hice. Entonces, inicio el proceso de planeamiento de un viaje que aparenta estar organizado, pero que muchas veces no se concreta. Cuando empecé a salir con Daniel armé uno, extrañamente es el único que se basa en sitios que ya fueron recorridos “mientras compartíamos el mismo lugar y espacio” como escribí en la descripción. Lo llenaba cada vez que él me dejaba en casa, y se lo mostré en alguna oportunidad entre su asombro y curiosidad. Había pensado en imprimirlo y obsequiárselo cuando volviera a Perú, pero este mapa dejó de ser editado hace poco más de un mes, y al mismo tiempo, yo empecé a hacer otros que fueron desplazando a aquel en la lista de “Mis mapas”.

Para ese momento, sentía que había llegado a una orilla y pensé que estaría ahí por un buen rato. Quizás en el proceso me aferré mucho a ella, o quizás ese lugar no estaba listo para mí. Volver al ruedo es como lanzarse al agua; a veces clavas mal, en otras llegas al punto de “flow” cuando estás dentro de ella. A diferencia de hace un año, sigo nadando, porque esta vez no está más en mis planes quedarme flotando. Y hoy por hoy sé que vendrán más lugares para nuevos mapas, como las letras; y con ellos, más orillas hacia las cuales elegir nadar o no, pero, a diferencia de antes, soltaré todo lo que sea necesario, excepto a mí misma.

 


Gráfica por Estefani Campana

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