El consultorio de mi nueva ginecóloga está dentro de un mall, al otro lado de la ciudad. Después de una hora en el metro, entro por el parking de ese mall, subo tres pisos y me detengo un rato en los escaparates. Me gustan las blusas estampadas de flores, las chompas de lana y los zapatos de falso charol. Pienso que la clínica no tiene un escaparate, aunque mi salud también es un bien de intercambio. Nadie va al ginecólogo por gusto, pero en la clínica-mall puedes comprar zapatos después de tu citología anual. Si la clínica-mall fuera un parque de diversiones, la consulta de la ginecóloga sería el túnel del terror; y los probadores de Topshop, el laberinto de los espejos.
Mis anteriores ginecólogos, los dos, eran hombres. Dos señores mayores, tan amables como arrugados. No me incomodaban sus preguntas: cuándo fue tu última regla, cuándo fue tu primera regla, mantienes relaciones sexuales regularmente. Era más fácil contarles una versión suavizada de mi vida sexual a ellos, que me recordaban a mis abuelos, que a mujeres que me recordaban a mi madre. Como si una mujer pudiera atravesarme el cerebro mientras me pide que me abra de piernas. Pero esta vez elegí a propósito una mujer, –quizá porque además de un médico necesitaba una amiga– quien me confirmó lo que ya sabía: hay una pelota en mi pecho derecho.
Ella, una mujer de pelo negro, rizado y largo, que me abrazó sin conocerme, usó varias veces la palabra pelota, pelotita, para referirse a… ¿el tumor? Más adelante me enteré de que era un nódulo, un nódulo duro, y aprendí la diferencia entre un nódulo y un quiste. Nódulo rima con módulo, pómulo, óvulo. Quiste suena menos malo. Quiste suena a que tiene solución. Pero es imposible hacer más amable la palabra tumor, aunque rime con humor. Tumor, humor, temor, humor. Ni si quiera cuando la doctora me dijo que, por mi edad, “lo más probable es que sea benigno”; cuando se usan palabras para no usar aquellas que duelen, lo mejor que puedes hacer es dudar.
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Claro que para entonces ya estoy llorando, y sigo llorando mientras deshago el camino del mall sin pasar por los laberintos de espejos. ¿Qué se supone que debo hacer ahora? ¿Qué se hace cuando te dicen que quizá tienes un cáncer? ¿Coser un lazo rosa en la solapa de mi blazer? ¿Llamar a mi madre, a más de diez mil kilómetros de distancia? ¿Decirle que no, que hoy nada va bien? ¿No saber qué responder, otra vez, cuando pregunte si pienso regresar a (su) casa? Cuando vives a varios husos horarios de los tuyos, las malas noticias se multiplican por los kilómetros que te separan. Ningún hombre es una isla, pero la mía, regresando del mall, se siente demasiado alejada.
La doctora, mientras me daba un pañuelo para que me limpie los mocos, me dio también el que se supone es el Gran Consejo: “Concéntrate en la pelota, no pienses más allá”. Yo empezaba a odiar la palabra. Me gustaría haberle dicho, pienso ahora, que no pensaba en lo que podía venir después, sino en lo que había venido antes: mis diez años fumando, mi pereza, mi amor-odio por la carne, mis dos reconversiones fallidas al veganismo, mi práctica irregular de yoga y todos mis excesos nocturnos, que en realidad tampoco eran tantos. Ahora, cuando llego al final de la lista, me fustigo en sentido contrario: para qué me molesté en hacer yoga o en hacer deporte si lo odio, en excederme menos, en salir menos, en planificar demasiado, en cumplir la larga lista de quehaceres, cuando al final las malas noticias llegan igual.
Muchas mujeres, entre las que me incluyo, desarrollamos una habilidad sobrehumana para la autoculpa. Pero lo siguiente también responde a una lógica generacional: cuando existe tal acceso a la información como hoy día, pienso, por fuerza todo fenómeno debe tener una explicación. Si algunos relatos cuentan cómo el optimismo obró milagros en pacientes imposibles, aves fénix resurgiendo de sus cenizas, me pregunto si el reverso tenebroso de este relato sería que las personas depresivas nos provocamos tumores en nosotras mismas. Una traslación al cuerpo de las emociones más oscuras. Emociones que son nuestra culpa.
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Camino hacia el metro de regreso a casa. Si por mí fuera, pasaría el resto del día en la bañera a temperatura de ebullición, un regreso al vientre de la madre a la que no soy capaz de llamar. A mitad de camino, un poco más calmada, busco en Internet el teléfono del centro de mamografía sugerido por la doctora. Supongo que quiero sentirme útil, sentir que tomo el control del problema, que puedo ser un ave fénix. En la web de esta clínica hay una lista de los exámenes disponibles. Biopsia. Ecotomografía. Punción. Mamografía en 3D. Esto sí es femenino y no Vogue, pienso, y me río como se ríen las hienas.
Pido cita para la semana que viene, sin dejar de caminar. Es un día soleado y, aunque es otoño en esta parte del mundo, algunas chicas llevan camisetas escotadas. ¿Hay alguien que no se sienta atraído por las tetas?, me pregunto. En otra asociación estúpida, veo bailar en mi cabeza, por turnos, a Beyoncé, Lady Gaga y Rihanna. Cuerpos esculturales en diminutos outfits. Cuerpos hipersexualizados, pechos para ser deseados, tocados. Si mi diagnóstico es adverso, me pregunto si seré capaz de verme como un cuerpo deseable, deseoso y, al mismo tiempo, como un cuerpo con un pecho enfermo. Pero también pasan por mi lado algunos hombres que me miran de manera asquerosa del escote a los pies. Me tienta gritarles que es posible que tenga un cáncer al lado del pezón derecho, sólo para ver sus caras, sólo para comprobar que yo también puedo dar miedo.
Me tienta gritarles que es posible que tenga un cáncer al lado del pezón derecho, sólo para ver sus caras, sólo para comprobar que yo también puedo dar miedo.
Ya en el metro, me encuentro un poco mejor, al menos ya tengo ojos en lugar de ríos, aunque sigo pensando en evaporizarme dentro de una bañera. Ahora que ya no pensaba tanto en la palabra cáncer, me sentía aliviada pero también imbécil. ¿Era posible que frente algo tan fuerte, tan grave, me preocupara por cómo quedaría mi cuerpo después de una operación? ¿Por resultar atractiva? ¿Por ser normal? Creía que en las situaciones extremas uno aprendía a distinguir lo importante de lo que no lo es. Pero no existen recetas instantáneas para la entereza.
Paulo Coelho, Louise Hay y otros gurús de la autoestima dirían que puedo que ser más positiva. Incluso, podría ser una oportunidad para cumplir los planes que me debo. Es decir, ver la pelota como un recordatorio de mi propia mortalidad, dejar de ponerme excusas y, simplemente, hacer cosas. Planear un viaje a la Antártida, pasar más tiempo con mi familia al otro lado del Atlántico, hacer una locura y dejar de ahorrar. Las ideas sólo planean por las nubes del metro, no llegan a posarse, ni a tomar forma. Sé que no me iré sin mirar atrás. En una íntima confesión, me doy cuenta de que no existen los momentos de quiebre, las iluminaciones, las conversiones, los puntos de no retorno. Nada funciona así, en realidad.
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Un artículo de 2014, que la BBC tituló “Cómo las farmacéuticas ganan más que los bancos”, destaca que el farmacéutico, con un 20% anual, fue el líder en rendimientos por encima de otros sectores como la banca. Algunas compañías como Pzifer obtuvieron el 42%. Para que nos hagamos una idea, en la misma estadística, los medios de comunicación apenas superaban una utilidad del 10%; y el sector del automóvil, el 5%. Es decir: los medicamentos son una gran inversión… pero no necesariamente para el ciudadano.
Señala la nota: “El año pasado 100 destacados oncólogos de todo el mundo escribieron una carta abierta para disminuir el precio de los medicamentos contra el cáncer (…) ‘Si ganas US$3.000 millones al año con (la droga para el cáncer) Gleevec, ¿no podrías ganas US$2.000 millones? ¿Cuándo se cruza la línea de las ganancias excesivas?”.
En 2013, América Economía situó a las farmacéuticas en el séptimo puesto de la lista de industrias más lucrativas. Una lista liderada por el tráfico ilegal de drogas y la prostitución. “Se calcula que, a nivel mundial, el sector farmacéutico puede tener un valor superior a los US$700.000 millones. Sin embargo, no es nada fácil mantener este estatus. Las grandes farmacéuticas están constantemente creando nuevos medicamentos para combatir el daño que les hacen los vencimientos de patentes”.
Asimismo, la cobertura de la salud, y los esfuerzos estatales para garantizarla, cambia dramáticamente de país a país. En Chile, se puede elegir entre la cobertura pública a través de Fonasa, o privada, a través de las Isapres. Es un sistema cuya equivalencia en Perú sería Essalud versus EPS, aunque la comparación no sea perfecta. En Perú impera la apuesta pública en el acceso universal a la salud, mientras que en Chile, el modelo es mixto.
Las Isapres generaron más de 51,000 millones de pesos chilenos en utilidades en 2016 (78,5 millones de dólares), un negocio no exento de controversias sin embargo, como ésta y ésta. Por ejemplo, las mujeres pagamos más que los hombres a menos que renunciemos a la cobertura de maternidad. En un país donde el aborto es todavía ilegal, es como darnos a elegir entre huir por el foso de los cocodrilos o atravesando un campo de minas.
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Antes de enterarme del bulto en mi teta derecha, tan sólo tres o cuatro días antes, me dieron la visa chilena y me inscribí en la Isapre En sus oficinas, elijo un plan que me cubre 70% de la atención ambulatoria y el 90% de la atención hospitalaria. La ejecutiva, una señora delgada, rubia, nacida para las ventas, me dice cuando ya nos decíamos adiós, que cuando planeara quedarme embarazada que me acordara de incrementar mi plan de salud. El que acababa de contratar no cubría la maternidad. Un hijo, igual que una enfermedad, -pienso- es un negocio desde antes de confirmar su existencia.
También me explica el funcionamiento de la Isapre pero no presto atención. Pensé que ya me enteraría cuando tuviera que ir al médico, algo que no esperaba tener que hacer tan pronto. No obstante, días después, luego de mi visita a la clínica-mall, agendo mamografías y ecotomografías, y también biopsias, por cifras que sumaban seis dígitos en pesos chilenos.
Me preocupaba que mi plan no cubriera cualquier atención médica relacionada con el hecho de poseer vagina.
Me preocupaba que mi plan no cubriera cualquier atención médica relacionada con el hecho de poseer vagina. Me preocupaba que esa cobertura superior a la que había renunciado días atrás significara una renuncia a otras atenciones médicas, y que sea lo que fuera que se me viniera encima, no lo pudiera pagar.
Me bastaron dos minutos para borrar esa preocupación y sustituirla por otra. Estaba de nuevo en la Isapre, quería asegurarme de que mi plan cubría las pruebas de las siguientes semanas. Sin embargo, la parte a la que no había prestado atención era que la cobertura no se activaba hasta dos meses más tarde así que, hasta entonces, cualquier atención médica correría de mi bolsillo.
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El centro de diagnóstico mamario recomendado por mi nueva ginecóloga está en el segundo piso de otro elegante barrio, al lado de un parque de altos pinos. No parecemos enfermas. Las otras pacientes tampoco están postradas en camillas, sino leyendo revistas, como yo, en la sala de espera. Le pregunto a la enfermera que dice mi nombre si son muchas las chicas de 29 años que vienen a analizarse un posible cáncer de mama. “Cada vez más”, responde. El nudo en el estómago se tensa.
Había oído que las mamografías son muy dolorosas. La verdad es que la máquina no parecía muy amigable. ¿Cómo describirla? ¿Como una torre con dos pinzas-bandejas que aplastan tus tetas? Algo así. No fue placentero, pero tampoco fue insoportable. Las pinzas-bandejas agarran cada pecho, como un gran pellizco en los pezones que abarca toda la mama. No estoy segura por qué cerré los ojos, volando mentalmente a la copa de los árboles del parque de afuera, mientras aguantaba la respiración.
La siguiente prueba era una ecotomografía. Esta no iba a doler, porque se parece a una ecografía. Como empezaba a cansarme de verme tan seria, me hice una foto con la bata mientras esperaba, todavía la guardo en mi celular. Parezco una geisha vestida con bolsas de basura rosas. De mi gorrito de hospital sobresale, decidido a no resignarse, un mechón de mi cerquillo.
Las batas eran rosas, como decía. Me cubrieron las piernas con una manta morada y la mitad del tiempo traté de concentrarme en el la pared de color amarillo pie de limón. Estábamos prácticamente a oscuras, pero moviendo mi codo veía una rendija de atardecer, y volaba de nuevo a los árboles. Cuando regresaba a la habitación, los colores me ponían de los nervios ¿Quién chuchas decidió que estos colores eran femeninos? ¿Y quién decidió que estos colores combinaban? Cualquier distracción servía para no mirar los colores que realmente importaban: los grises de la pantalla en donde la doctora veía las “pelotas” duras en mis tetas heladas, y en donde yo vi un agujero negro, tan negro como la desesperación.
“Dudoso”. Ese fue el adjetivo que aplicó la segunda doctora como diagnóstico. Mi instinto me pedía que saliéramos –mis tetas y yo– corriendo de allí; pero la doctora seguía hablando y me daba una serie de advertencias en un orden que no recuerdo: “no dejar pasar ni dos meses”, “las lolitas como tú os tenéis que dar prisa” y “puedes activar tu GES”. Yo no entendía nada, hasta que pronunció la palabra biopsia. Ahí sí. Al menos sabía que las biopsias no se hacen por nada, se hacen cuando realmente hay que salir de dudas entre el mal y un mal menor, entre un tumor maligno y un tumor benigno. Una biopsia sonaba a algo que ya debía contarle a mi madre.
Ahorraré detalles de la situación de pánico que creamos por teléfono (“me voy a tomar algo, no creo que pueda dormir esta noche”), especialmente cuando me dijo algo así como “No sé si te estás dando cuenta de lo que te están diciendo. Precisamente por ser joven es que tienes más riesgo. Estas cosas crecen más rápido a tu edad”. Deseé tener 70 años, y haber sido feliz cuidando mis vacas y mi huerto, en lugar de oír a mi madre pedirme, una vez más, que regrese a casa.