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Tengo pendiente una solicitud de amistad en Facebook desde hace meses. La había dejado ahí, mirándome, hasta el día hoy, porque me sentía incapaz de permitir que una parte de mi infancia viniera a tocarme la puerta y a interpelarme. Se trata de Marta -llamémosla así-, la mujer que trabajó en mi casa cuando yo era niña. Según Facebook, ahora es una profesora que vive en Huánuco y tiene un hijo pequeño.

Cuando la veo en su foto de perfil, pienso que soy dos personas al mismo tiempo. Por un lado, soy una persona que sonríe y recuerda con cariño cuando ella me ayudaba a estudiar en las tardes, cuando me recogía del colegio, cuando se quedaba conmigo en la mesa cuando todos se iban porque yo comía demasiado lento. Por otro, soy alguien que no puede sentirse feliz con su recuerdo. En perspectiva, ahora, me pregunto qué hacía ella a sus dieciséis años mientras yo estudiaba todas las mañanas, cuánto cobraba, cuánto dinero tenía que enviarle a sus padres, cuán parte de mi familia podía sentirse, siendo la sobrina de mi tío político y viviendo en nuestra casa por más de ocho años. Cuando veo su perfil, también pienso que no recordaba su segundo apellido.

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En mi familia, nos gusta pensar que somos buenas personas, que no abusamos de la gente y que somos justos. El discurso oficial dice que Marta llegó a trabajar y vivir con nosotros por la circunstancia y la oportunidad. Para mi mamá, una profesora de inicial con un sueldo estatal, que tenía dos hijos que mantener y cuidar sola, Marta era la ayuda que necesitaba y que podía pagar. Para Marta, una adolescente que quería ayudar a su familia en Huánuco, mi mamá era la empleadora recomendada.  Es cierto que no hubo malicia en aquel contrato verbal y que ambas circunstancias, la de mi madre y la de Marta eran de urgencia. Sin embargo, también es cierto que no debió existir la oportunidad de que mi mamá la contratara como empleada de nuestro hogar con el sueldo ínfimo que le podíamos pagar y los derechos que no le podíamos reconocer.

En nuestro país, no se requiere de tanto glamour para tener una empleada del hogar, como en otros países del primer mundo. Miles de peruanas –más de 300 mil, para ser exacta- trabajan en las casas limpiándolas, lavando, planchando, cocinando y cuidando a niños y ancianos; y no lo hacen como en la serie La Nana o la película Spanglish. En Perú, tanto en familias adineradas como en casas de profesoras del Estado como mi madre, existe todavía una consigna común: no es necesario respetar los derechos de las mujeres más pobres, incluso si son ellas las que nos alimentan y lavan nuestra ropa interior.

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“Las agencias de empleo hacen trabajar gratis a las compañeras. He tenido dos casos esta mañana. Una agencia de Benavides contrató a una muchacha, la hizo trabajar dos días en edificios. Él [el gerente] recibió el sueldo y no le pagó. Le tiró la puerta en la cara. Vamos a demandarlo”, me cuenta Adelinda Diaz Uriarte, la secretaria general de la Federación de Trabajadores y Trabajadoras del Hogar Remunerador del Perú (FENTRAHOGARP).

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Una casa no se limpia siempre. Más bien, una casa tiene que ser limpiada por alguien siempre. Alguien debe sacudir el polvo de las ventanas antes de echarle el limpiavidrios. Alguien tiene que sacudir o aspirar un sillón antes de volver a ponerle el forro, las mantas o las almohadas encima. Alguien debe barrer y recoger el polvo que ha caído de esas otras dos actividades en el suelo. Para luego, por supuesto, trapearlo si fuera de losetas. O aspirarlo con mucha dedicación si fuese de alfombra. O encerarlo y lustrarlo si fuese de madera. La tarea es más complicada aún con ciertos espacios de la casa como el baño o la cocina. Una vez, una amiga mía, que acababa de mudarse sola, tuvo que ir a emergencias porque mezcló vinagre y lejía para intentar limpiar el moho acumulado de un par de semanas en la cortina de su ducha, y se intoxicó al oler dicha mezcla.

Si eres una trabajadora del hogar, tú eres ese alguien que realiza esas tareas. Y las haces mientras cuidas el sueño de los bebés de la casa, preparas la comida, alimentas al perro o al gato, vigilas el juego de los niños que ya caminan, vigilas que el perro no rompa nada o que el niño no rompa nada, o compras más gas para la cocina, lavas la ropa a mano o a máquina, mientras menstrúas,  intentas estudiar para terminar el colegio o una carrera, mientras sueñas, mientras te enojas, mientras piensas.

Más allá de cuánto nos importe o hayamos pensado al respecto, lo cierto es que todo ambiente construido por los seres humanos necesita ser limpiado o tener un mantenimiento adecuado. Ni nosotros ni los animales barremos un bosque, ni aspiramos una montaña, ni trapeamos un río. Y no me refiero a que no tengamos que cuidar el medio ambiente, sino a que cada edificio, casa, departamento, baño, cocina, salón, habitación, pasadizo, techo, piso, lunas, etc. requiere de alguien para estar limpio o lo suficientemente cuidado como para que perdure en el tiempo. Y ese alguien está realizando un trabajo reconocido como tal por la ley. En nuestro país, existe esa ley y tiene un número inmemorable: 27986.

 

cama adentro

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Las labores de una trabajadora del hogar son despreciadas por una visión del mundo en la que solamente se valora y admira un saber y hacer elaborados sobre la base de la ciencia, la tecnología, la fuerza, la academia, la política o los negocios. Como lo dice la Organización Internacional del Trabajo (OIT)[1], es extensa la tradición de que las mujeres nos encarguemos del cuidado de la esfera privada. No es casualidad que en un mundo profundamente misógino sea precisamente esta actividad la que es relegada a diferencia de las que se desarrollan en la esfera política o pública. Como lo dice Adelinda Díaz: “[Las trabajadoras del hogar] somos parte del trabajo del cuidado, pero del trabajo del cuidado mal pagado, que es algo que nos articula a todas las mujeres. Somos un sector fundamental y pilar en el desarrollo de un país. ¿Quién no come? ¿Quién no quiere vivir limpio?”.

Una campaña publicitaria del año pasado que buscaba ayudar a la formalización del trabajo de las empleadas del hogar nos lo dejó bastante claro. Su eslogan decía: “La mujer que trabaja hoy es súper héroe; quien la ayuda, también”. Dicha campaña tenía las de ganar: reivindicaba el rol de la mujer como una persona que trabaja y te invitaba a que registraras a las trabajadoras del hogar en el seguro social y el sistema de pensiones. Sin embargo, la campaña perdió, porque no se percató de que es un problema legal afirmar que el trabajo de estas más de 300 mil mujeres es solamente “una ayuda”.

En un mundo productivo en el que la mayoría necesita salir a trabajar para sobrevivir, la existencia del trabajo del hogar y, por ende, de las trabajadoras es necesaria. No obstante, en Perú, no se supervisa adecuadamente ni la población está dispuesta a cumplir la ley que reconoce el trabajo de las empleadas del hogar. Es más, este régimen laboral y esta ley en específico no ostentan los derechos que instancias internacionales y de derechos humanos recomiendan firmemente. Según la OIT, “el trabajo doméstico remunerado constituye una de las ocupaciones con peor calidad de empleo en el mundo: extensas jornadas de trabajo, bajas remuneraciones, escasa cobertura de seguridad social y alto nivel de incumplimiento de las normas laborales”.

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“Hace un tiempo hicimos una marcha en Miraflores y fue una compañera que estaba muy nerviosa”, me cuenta Clementina Serrano Méjico, presidenta del Instituto de Promoción y Formación de Trabajadoras del Hogar (IPROFOTH).

– Estoy temblando.

– ¿Por qué?

– Lo que me ha pasado en mi trabajo es algo horrible. Yo trabajo en servicio, y la señora tiene un hijo, un joven de 24 años. Ese chico, cada vez que defeca, no sé qué hace, pero la pared del baño la embarra. Yo le he dicho varias veces a su mamá. Pero lo que hoy ha hecho, no te vas a imaginar.

“Yo pensé que la había violentado, que la había querido violar”, continúa Clementina.

– Como yo ya le había avisado a su mamá y le ha llamado la atención de lo que hace, hoy me senté a comer en la cocina donde como siempre. El chico vino, pasó así como empujándome y saco su flema de su boca y la escupió en mi plato. En el plato que estoy comiendo.

“Qué maldito”, le digo.

– Eso me ha hecho mucho daño y me ha afectado y estoy temblando.

– Tú no puedes quedarte ni un minuto más en esa casa.

“Él escupe al plato donde ella está comiendo su comida. ¿Eso qué es? Eso es humillación. Es ofenderla en lo más profundo de su dignidad como persona, como ser humano”, me dice Clementina mirándome a los ojos.

“Como si fuese una esclava”, le respondo.

“Como si fuese cualquier cosa. Uno escupe en la tierra, porque tienes la necesidad de escupir. Hay cosas así, cosas feas”, me dice.

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Cuando hablamos del maltrato o discriminación hacia las trabajadoras del hogar en Perú, no podemos hacerlo desde un solo ángulo. Un estudio publicado por la Defensoría del Pueblo en abril de 2016 afirma que las trabajadoras del hogar “están expuestas a discriminación múltiple: por sexo, origen étnico, edad, condición económica, condición migratoria, entre otros”.

Se trata de una dinámica discriminatoria y patriarcal que es estructural en nosotros, y que nos coloca a mujeres contra otras mujeres. Yo misma, en una de mis supuestas reivindicaciones de género muy tempranas, cuando mi mamá me decía que debía aprender a usar lejía, a lavar bien las ollas o a barrer como se debe, le decía que, como la mujer económicamente independiente que iba a ser, tendría dinero para pagar a alguien que lo hiciera por mí. Desde pequeña, entonces, asumía varias premisas: que podría pagarle muy poco a alguien para que se encargara de mi casa, que existiría esa persona, que un símbolo de mi independencia sería precisamente tener a esa persona a mi cargo, que esa persona sería mi garantía para no ser un ama de casa sumisa. No pensaba en que mi moderna independencia le costaría la suya a otra mujer.  “Hay un montón de mujeres de colectivos que igual siguen siendo patronas. Luchan por los derechos de la puerta para afuera”, dice Clementina.

Es cierto. Las empleadas del hogar son discriminadas no solamente por encargarse de un trabajo que no tiene el prestigio de otros o por provenir de una clase social más baja, sino también por encargarse de un trabajo históricamente propio de las mujeres. Las miles de empleadas del hogar que existen en nuestro país tienen, en gran parte, empleadoras o jefas directas mujeres. Las mujeres que tienen más dinero, así sea solamente un poco más, que tienen estudios completos y provienen de la costa o de Lima capital tienen más probabilidades de tener una “empleada doméstica”. Históricamente, a las mujeres nos han encerrado en la casa. Sin embargo, es preocupante que nosotras también estemos encerrando a otras mujeres en nuestras cocinas, sin reconocerles los derechos completos que su trabajo merecería.

En enero de 2015, una noticia comprobó que en Perú la realidad es más impresionante que la ficción. La empleada del hogar de la entonces ministra de la Mujer, Carmen Omonte, la denunciaba porque se había negado a inscribirla en el seguro social, a pesar de estar embarazada.

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Debe ser extraño identificarse como el jefe o la jefa de alguien que vive contigo o que trabaja en tu hogar limpiando tu suciedad y observando tu vida privada. Tan extraño que las palabras se emiten con malestar al momento de decir “He contratado a una empleada del hogar”. Dependiendo de quiénes seamos, llamamos a estas mujeres con confusión, desprecio, paternalismo o indiferencia. En Lima, las trabajadoras del hogar no se llaman así, sino que son “la chica”, “la muchacha”, “la chacha”, “la sirvienta”, “la señora que limpia”, “la señora que ayuda en mi casa”, “la chica que nos ayuda”, “la chiquita” o cualquier diminutivo que se le pueda agregar a su nombre propio.

No existe una formalidad suficiente en este trabajo que nos permita reconocernos como empleadores e identificar a este grupo de mujeres como nuestras empleadas. Pero la ley nos puede ayudar con este inconveniente. Si bien los números de las leyes nos suelen confundir, el nombre de esta particular nos puede ayudar a dilucidar un nombre adecuado para el puesto: la Ley N°27986 se llama “Ley de los trabajadores del hogar”. Aquí es imperativo agregar un matiz más: estos “trabajadores” son “trabajadoras”, ya que están conformados principalmente por mujeres. La Organización Internacional del Trabajo estima que de las 18 millones de personas dedicadas al trabajo doméstico en América Latina y el Caribe, el 93% son mujeres. En Perú, la proporción es similar, del total de trabajadores del hogar, el 96% son mujeres: 342,192 personas, es decir, más que toda la población de Islandia.

Sin embargo, las asociaciones y sindicatos como los que dirigen Clementina y Adelinda estiman que las estadísticas reales son más graves. “Nosotros, con nuestra experiencia, estimamos que hay casi un millón de trabajadoras en el Perú, porque lo que las instancias manejan es lo que se ha sacado a través de las encuestas de hogares. Muchas mujeres no se declaran como trabajadoras del hogar ni los empleadores han declarado que tienen trabajadoras del hogar. Dicen que es una sobrina, es una ahijada, una pariente que ayuda. Es lo que estimamos como organizaciones que tenemos muchos años de experiencia de trabajo con nuestras compañeras”.

Dicha ley es fácil de encontrar en Internet (aquí, por ejemplo) y solamente consiste en tres páginas. También lo es un modelo de contrato o un modelo de constancia de pago, ambos facilitados por el Ministerio de Trabajo. A pesar de ello, según la Defensoría del Pueblo y el Instituto Nacional de Estadística e Informática, solamente un 30% de trabajadores del hogar se encuentran registrados legalmente, el 45% trabaja más de 48 horas semanales, 39% no se encuentran asegurados, solo 13% se encuentra en un sistema de pensiones, 17% no ha terminado la primaria y el 78% recibe un sueldo menor a RMV (remuneración mínima vital, que equivale 850 soles o 260 dólares mensuales aproximadamente).

Pero no bastaría con el cumplimiento de aquella ley. La Defensoría del Pueblo y la Organización Internacional del Trabajo han recomendado a Perú que ratifique el Convenio 189 de la OIT y la Recomendación 201, ambos dedicados exclusivamente a mejorar las condiciones de trabajo de los y las trabajadoras del hogar. Se le recomienda al Perú seguir el ejemplo de sus países vecinos, como Colombia, Ecuador, Bolivia, Uruguay, Paraguay, Argentina, Chile y hasta Guyana, quienes ya han ratificado el convenio. Si Perú lo hiciese; si sus congresistas, aquellos que forman parte de la Comisión de Trabajo, lo ratificaran; la ley existente podría modificarse e incluir, principalmente, las siguientes demandas de los sindicatos y asociaciones de las trabajadoras del hogar: siempre tener un contrato escrito, tener un mes de vacaciones, cobrar la Compensación por Tiempo de Servicios (CTS) y gratificaciones como cualquier otro trabajador, y cobrar por lo menos la remuneración mínima vital.

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“Cuando se cuenta esto, parece que fueran como cuentos, como inventos. Pero, cuando te encuentras con la persona que lo ha vivido, es distinto. Acá tuvimos una experiencia hace algunos años. Habían traído de Ayacucho, en la época del terrorismo, a una chica a trabajar por la zona militar en Chorrillos. ¿Qué hacía el hombre? Violaba a la empleada todos los días ni bien se iba su señora a trabajar. Él regresaba del trabajo. ¿Y sabes de qué manera la violaba? Parada en la cocina y contra natura. Nosotras la hicimos regresar a Ayacucho, pero regresó mal. Tanto que su familia no la reconocía. Después de 14 años, solo se acordaba el nombre de su barrio”, me sigue contando Clementina.

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Existen manera sutiles y otras muy directas de darle a entender a alguien que creemos que es inferior a nosotros. Podemos gritarles o quitarles el habla. Podemos hablar a sus espaldas o insultarlos frente a frente. Podemos, también, albergarlos o albergarlas en nuestras casas, pero en un cuarto más pequeño, sin ventanas, ubicado al costado de la cocina. Podemos prometer que les daremos comida, pero asegurarnos de que sean las sobras o algo más insípido, y que se sirvan con otros cubiertos y otra vajilla. Podemos comprarles un uniforme para que no se ensucien mientras trabajan, pero obligarlas a usarlos incluso cuando salen de nuestra casa. Podemos aceptar que trabajen para nosotros aunque no sean mayores de edad, pero retener su documento de identidad por si lo creemos necesario. Podemos invitarlas a la playa con nosotros, pero prohibirles entrar al mar en un horario que nosotros inventemos. O podemos incluir sus denuncias como puntos de agenda en la Comisión de Trabajo del Congreso, pero no asistir a nuestro trabajo para que no haya el quórum suficiente que pueda discutir la propuesta. Esto pasó el anterior  martes 18 de abril. Ese día, mientras los congresistas se encontraban en cualquier otro sitio menos su lugar de trabajo, las empleadas del hogar se plantaron afuera del Congreso y gritaron por el megáfono una verdad: ellas son las que planchas sus camisas y las que cuidan a sus hijos mientras ellos «trabajan».

En Perú, las asociaciones y sindicatos de las trabajadoras del hogar han tomado la iniciativa de la lucha por sus derechos desde hace décadas. Sin embargo, el Estado y la gran mayoría de bancadas políticas continúan dándoles la espalda mientras ellas les lavan las ropas. Mientras ellas siguen luchando por lo que merecen en sus pocas horas libres o reuniones dominicales, el camino para construir una sociedad más empática y menos discriminativa es uno más extenso. No basta con decir que estas mujeres son “como tu familia”, inventar apodos de cariño para llamarlas o, de vez en cuando, regarles la ropa que ya no nos gusta o no nos queda. Se trata de mirar con respeto a la persona que te alimenta, que te cuida a tus hijos o te plancha el vestido, y de considerarlas tan humanas como nosotros mismos, tan merecedoras de los mismos derechos de cualquier otro trabajador. Como dice Adelinda, en las trabajadoras del hogar se vislumbra y se reduce la cara de la pobreza de un país. Y nuestra actitud frente a esta.

[1] En Políticas de formalización del trabajo doméstico remunerado en América Latina y el Caribe. Organización Internacional del Trabajo. Pág. 7. 2016.

 

Gráfica por Estefani Campana

 

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