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De niña tenía tres juegos favoritos: escarbar el jardín de mis abuelos, montar una bodeguita ficticia con mi madre y jugar a las oficinistas. Sobre los dos primeros ya he hablado con mi terapeuta y no, no hay nada que temer, todo va bien, tú tranquila. Y el tercero merece un relato más porque era mi manera de homenajear a mis tías, mis tres queridas tías a quienes dedico este texto.

Pienso que pocas veces hablamos de las hermanas de nuestros padres, que no hay día para ellas (al menos no en Perú) a pesar de que también aprendemos de ellas y son parte de nuestra educación sentimental, feminista y social. Porque si mamá y papá me enseñaron a ser educadita y comprometida con mis causas, mis tías me mostraron que no todas las mujeres se casaban y tenían hijitos. Y me alentaban a que sea independiente, a que coja mis maletas y vaya por ahí. Solita. Sin rumbo. O acompañada. O con mapa. Como me diera la gana, en suma.

Pero volvamos a mi infancia. La pequeña Carmen de seis años veía fascinada cómo cada día sus tías, regias-solteras-maravillosas-a la moda, llegaban de trabajar y hablaban de un universo distinto al colegio de monjas o a los juegos con muñecas de mis amiguitas. Ellas iban y venían de un lugar que yo deseaba conocer. Hablaban de un lugar en el que había jefes (aunque siempre hombres, pa variar…) y en donde los teléfonos no paraban de sonar. Trabajaban rodeadas de personajes peculiares: la amiga que vendía cosas por lo bajo (ropa, zapatos, comida), parejas que se formaban y deshacían, puñalerxs, personas de buen corazón, workaholics, flojonazxs, y muchos más.

En ese mundo se usaban palabras como “balance”, “informes” o “cierres”, y también había mucho papel y sellos y plumones y lapiceros y papel carbón y cintas para máquinas de escribir y portafolios de cuero y blocs de taquigrafía y tajadores que iban anclados a escritorios y que dejaban los lápices como perfectas armas de defensa. Mis tías me traían sobres de manila que ya no servían. Y a mí, esas cosas llamadas “material de oficina”, me emocionaban tanto como la figurita más deseada del álbum de los Garbage Pailkids, aka “La Pandilla Basura”, que prohibieron en 1989 por dar un mal ejemplo a los niños peruanos y que nunca llegué a completar.

Y entonces jugaba.

Me ponía (más) seriecita e inventaba diálogos que creía muy coherentes como:

– Señor jefe, aquí traigo el informe del cierre del balance de caramelos.

–(Engrosaba la voz): Gracias, señorita Carmencita. Déjelo aquí encima que ya lo veo. Primero tengo que ver el informe del cierre del balance de los Sublimes. Muchas gracias por ser tan cumplida, señorita Carmencita.

–De nada. Ahora voy a hacer mi informe del balance del cierre de Chocomeles.

–(Engrosaba la voz, pero me salía distinta que la primera vez): Gracias por trabajar con nosotros. Es usted la mejor asistente contable secretaria del Perú, señorita Carmencita.

–Sí ya sé. Ya me voy. Chau.

Y así.

Solita me jaraneo

Yo no fui la primera sobrina ni del lado de mamá ni de papá. Otros muchxs sobrinxs nacieron antes. Pero fui yo la que tuvo la gran suerte, a diferencia del resto, ¡jojolete!, de tener a mis tías cerca mientras crecía. Ellas me fueron mostrando que no solo podía ser como mi mamá (mami, no te pongas celosa), sino que también había otras posibilidades, como la de ser soltera, por ejemplo. Mis tías lo fueron por mucho tiempo, y solo dos de ellas se casaron al alcanzar la cincuentena.

Otra es soltera hasta hoy. Tiene su propio negocio y su vacilón es irse de viaje por el mundo. Desde que la conozco ha viajado por todo el Perú y ha estado en Chile, Brasil, Venezuela, Colombia, Argentina, Estados Unidos y parte de Europa. En estos meses anda organizando una escapada a Uruguay porque ha oído que es un sitio cool (tía, ya sabemos para qué quieres ir por allá, no te hagas la loca). Ella, por ejemplo, fue la primera mujer que conocí que se compró un auto. Hasta entonces, para mí los autos eran propiedades familiares, que papá y mamá compraban juntos. El día que mi tía llegó a visitarnos en su flamante VW blanco, para mí fue como ver llegar a una heroína, una libertadora que me decía: “¡Se libre, mija!”.

Sobre esto, Kate Bolick, autora de “Solterona”, un libro que debería incluirse en nuestra educación escolar y feminista, escribió en el New York Times en 2011 un artículo titulado “Let’s hear it for aunthood”, en donde reflexiona sobre el mundo de las tías, y de paso sobre ser tía. Bolick contacta a Robert M. Milardo, autor de “The forgotten Kin: aunts and uncles”. Milardo, quien ha realizado una investigación sobre tíos y tías, afirma que son ellas las portadoras de un conocimiento único que, en ocasiones, es desatendido por las expectativas convencionales que tienen los padres: las tías sin hijos nos enseñan que existen otros modelos de mujer, de maternidad o de vida “doméstica”.

Mis tías eran, efectivamente, mujeres distintas y activas, que se inscribían a cursos o a carreras universitarias solo porque les encantaba aprender. Se matriculaban a clases de baile, idiomas o manejo. Mis tías me mostraban que todo era posible. Para ellas casarse o tener una pareja estaba bien, pero no era lo único que deseaban en la vida. Hace poco, una de ellas se acreditó como profesora de Tai Chi a sus casi setenta años. Y ninguna tuvo hijos.

Esta suerte de hermandad de tías sin hijos parece andar en crecimiento por estas tierras. Quién diría. Tras bucear en las estadísticas de nuestro Instituto Nacional de Estadística e Informática, descubrí que, según su último informe sobre el Estado de la Población Peruana, se estaría reduciendo la fecundidad y los grupos de edad a partir de los 30 años aumentan. Asimismo, los hogares con más de cinco miembros han disminuido de 44% a 33% entre el 2004 y el 2013.

He hablado con mis tías sobre su influencia en mi vida. Me dicen que siempre tuvieron claro que quienes me criaban eran mis padres, que no podían meterse demasiado en este proceso, pero que, al mismo tiempo, trataban de ser buen ejemplo. Mis tías vivieron con libertad en una Lima mucho más pacata que la de hoy (¿se imaginan?). No se plantearon ser role models, simplemente lo fueron. Aquí va un emoticón de palmas. Varias, muchas, palmas.

On the road

Hoy nos parece común entrar a Internet, comprar un pasaje, hacer maletas y largarnos por ahí. Lo hacemos solas o en mancha. Pero hace 30 años, no veías (tantas) mujeres solas lanzarse a la aventura, mucho menos en Perú. Sin embargo, mis tías viajaban cada vez que podían y me seguían hablando de otros mundos que trascendían los límites de San Martín de Porres o el Rímac, los barrios en donde pasé mi infancia.

Gracias a ellas tuve souvenirs de las Olimpiadas de Los Angeles 84, una Barbie ochenteraza que hacía aeróbicos con leotardo y vincha a lo Olivia Newton John, un libro para colorear con imágenes de niñas (solo niñas) de todo el mundo, y una maletita de Hello Kitty, que era la envidia de mis compañeras del colegio. También me trajeron ropas de baño coloridas y escotaditas, porque en Brasil “así las usaban y aquí te las pones tú y que nadie te venga a decir nada”. En una era pre Internet, cada maleta que llegaba con ellas era un tablero Pinterest con objetos de deseo. Mis tías me traían regalitos de cada uno de sus viajes y yo me emocionaba no solo porque podría presumir de ellos, sino porque imaginaba el momento en el que, en medio de sus divertidos paseos, se detenían en una tienda a comprarme algo, porque habían pensado en mí.

Mis tías nunca me dijeron: “¿Qué? ¿Vas a ir sola?” cuando les conté que me iba a celebrar mi cumple a Paucartambo sin más compañía que mi mochila de Dora la exploradora. Tampoco se espantaron cuando dejé mi trabajo y mi país para irme a otro continente a estudiar.

Lo que vale el saber

Mis tías siguen sorprendiéndome y enseñándome. Hace poco, una de ellas enviudó. Como vive en otro país, le mandé un correo de pésame que evitaba la palabra muerte. Ella me dijo que agradecía haber tenido un compañero que la motivó, la fortaleció y le dio confianza. Me dijo: “Estoy en paz”. Yo pensé si algún día podré decir eso.

Otra de mis tías, que no tiene correo electrónico y también vive lejos, respondió a mis preguntas sobre ser tía por teléfono. Por teléfono público. Hablamos de cosas muy personales y por ratos sentía que la voz se le quebraba. Pero ella seguía reflexionando. No se chupó. Y que haya abierto así su corazón, en la calle, en un teléfono público me hizo quererla aún más. Y también me dejó pensando en la última vez que llamé a alguien por teléfono para decirle: “oye, te quiero”.

Hoy yo también tengo sobrinos, aunque soy hija única. Mis amigxs se están reproduciendo a lo loco, y los felicito porque son buenas personas que harán un buen trabajo con sus bebecitxs. No sé qué les podré enseñar a mis sobrinxs sobre la vida porque yo sigo aprendiendo. Tal vez, les enseñe a bailar El-Meneito-Que-Sabrosito. De seguro, les desinflaré todos y cada uno de los cuentos de Disney. De hecho, les diré que: si algo les parece raro o sospechoso, seguro lo es y deben contarlo; que los libros y las películas están bien, pero que la calle y las sacadas de mierda también sirven; que lean siempre las letras chiquitas de sus contratos; que al menos una vez en la vida deben viajar solxs y perderse y encontrarse; que sus corazoncitos se partirán en varios trozos algún día, pero que me llamen y juntxs lo remendaremos a punta de charlas y pisco. En fin, que aquí me tienen, que para eso estamos nosotras, las tías.

Dedicado a Nelly, Lidia y Angelita

 


Gráfica por Estefani Campana

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