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Visto de blanco, tengo cuatro años y zapatos ortopédicos que pretenden enderezar mis piernas regordetas y chuecas. Mi madre me ha peinado con esmero: dos bucles brillantes –apenas separados por una raya al medio- rodean mi rostro forzando una dulzura infante. Me inclino con cuidado, porque mi vestido es corto y temo que los presentes me vean el calzón. Siento pena por los niños más pequeños, bebés la mayoría, que lloran desconsolados cuando el agua les moja la cabeza. La parroquia Santísima Cruz de Barranco es el escenario de este ritual llamado bautizo, donde un hombre con sotana dice que me quitará el pecado original. Pero yo, la verdad, no recuerdo tener pecados muy originales. De hecho –pienso- los míos son bastante corrientes.

A la religión católica nunca la elegí. Es más, el bautizo fue uno de los actos más inconscientes que he realizado en mi vida. Mientras escribo este texto repaso los vídeos donde Salvador Piñeiro, presidente de la Conferencia Episcopal Peruana, flanqueado por tres sacerdotes y una ex ministra, se opone al único intento serio de adecentar la educación peruana mediante la aplicación del enfoque de género. Necesitaba de ese último disparo para concretar una idea que durante meses ha rondado inquieta por mi cabeza: rechazar una institución que no me acepta. Esta es mi renuncia urgente a la Iglesia católica, mi relato de apostasía.

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He recibido el sacramento del bautismo y la comunión. A los 14 años, me confirmé luego de enterarme de que, de no hacerlo, no me podría casar por la Iglesia. Me sé los cánticos, las oraciones y el nombre de santos como Expedito o Gabriel. Estudié en un colegio católico de mujeres donde las órdenes, por más absurdas o humillantes, debían ser acatadas. Antes de cumplir 10 años, ya sabía de memoria que “Dios lo ve todo, lo pasado, lo presente y lo futuro, y hasta los más ocultos pensamientos”, dogmas presentes en “Mi primer catecismo”, librito azul que todas las alumnas teníamos la obligación de leer y memorizar previo a un expectante examen oral del que jamás salí airosa. Si Dios lo ve todo –me preguntaba- ¿verá también cuando me toco?

No recibí educación sexual, pero sí observé durante una clase de Ciencia, Tecnología y Ambiente, un vídeo de lo que supuestamente es un aborto. Nuestro trato con los hombres era inusual, y en ocasiones nos reprendían si llegaba un imberbe adolescente a buscarnos durante la salida. Había muchachas padeciendo anorexia y bulimia, pero nunca nos hablaron de estereotipos de belleza.

A los 15 años una compañera del salón acudió a un consultorio de abortos clandestinos al que llegó no por falta de dinero en casa, sino por contar con el limitado presupuesto de una joven discreta que teme a la reacción familiar. Otra era asediada por una madre, que no concebía que se esparciera el rumor de que su hija y ella se habían besado. Algunas buscaban el amor desesperadamente en muchachos que las maltrataban. Otras, las más astutas, decidían no detenerse para siempre en un solo hombre, sino un instante en todos.

No recibí educación sexual, pero sí observé durante una clase de Ciencia, Tecnología y Ambiente, un vídeo de lo que supuestamente es un aborto.

Los primeros viernes de cada mes éramos obligadas a acudir a misa. Las que no queríamos teníamos tres estrategias: faltar, fingir una inesperada descompensación (como señoritas del siglo XIX) o enlistarnos al coro y cantar, con el objetivo final de pedirle al hombre de la guitarra que toque “Iglesia joven” y sentir que algún día nos sería posible “romper la cadenas que atan a este mundo sin amor”, como decía la canción. O, a corto plazo, deshacernos de los grilletes que limitaban nuestra capacidad de decidir cuestiones tan personales como si queríamos ir a misa o no.

A finales de quinto de secundaria hallé, navegando por Internet, el pdf de “Dios no existe, lecturas esenciales para el no creyente”, con la selección y el prólogo de Christopher Hitchens. No conocía al compilador, pero el título me atrajo. Entonces conocí a Joseph Conrad, Carl Sagan, George Orwell y otros críticos del catolicismo. En el prólogo, Hitchens evidencia la doble moral de la Iglesia católica, donde la mentira, la culpa y el miedo, componen la real trinidad.

 

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Mi abuela también estudió en un colegio de monjas. A fines de los años 20, ingresó al colegio María Auxiliadora, fundado y administrado por monjas salesianas provenientes de Italia. Diariamente, durante la formación matutina, las alumnas debían saludar al Duce y celebrar la dictadura italiana previo al inicio de la jornada escolar. Del colegio mi abuela no aprendió el fascismo, pero sí la religión católica. Durante los 15 años que compartí a su lado, pude observarla levantarse a las 4 de la mañana para orar.

Antes de morir, mi abuela –que tuvo el buen gusto de no aglomerar fortuna- fue regalando sus libros. Como parte de la herencia me dejó “Canto a mí mismo”, del poeta estadounidense Walt Whitman. Ella murió en el 2008 y, tres años después, abrí por primera vez el libro. En la primera página, justo después de su firma, se dedica: “Para mí misma”. Y escribe la fecha: “31/10/76”.

Ella leía y subrayaba los versos que consideraba más importantes, intensos o certeros. En la página 33, mi abuela resaltó:

“Y ahora sé que la mano de Dios

es la promesa de mi mano;

que el espíritu de Dios

es hermano de mi espíritu”

Cuatro páginas más adelante, yo subrayo:

“¡Desnúdate!

No eres culpable,

No estás marchita

Ni repudiada por ninguno.”

 

Pienso que este es un canto leído a dos voces con una distancia de 40 años.

Mi abuela era noble y su refugio era la religión católica. Hay muchas preguntas que me gustaría hacerle, porque sé que no le hubiera caído en gracia tener una nieta apóstata. Quisiera contarle que el año pasado el cardenal Juan Luis Cipriani dijo que las niñas abortan “pero no es porque hayan abusado de las niñas, sino porque muchas veces la mujer se pone como en un escaparate, provocando”. Le diría también que en una oportunidad, Cipriani se refirió a Gabino Miranda, sacerdote pederasta perteneciente a su congregación, el Opus Dei, como un “árbol caído” y pidió, con una conmiseración ausente al referirse a las víctimas de violencia sexual, “que no se haga leña”. Le comentaría –quizá mientras me mira con sospechosa atención– que la Arquidiócesis de Cali, en Colombia, ha responsabilizado públicamente a los padres de los cuatro niños violados por el sacerdote William Mazo porque “violaron el deber de cuidado, deber de custodia, salvaguarda, vigilancia y protección hacia los hijos y familiares”. Y esperaría una reacción que no me haga quererla menos.

Abuela, los líderes católicos reciben 2’ 603 000 soles del presupuesto nacional, como parte de las Subvenciones para personas jurídicas. ¿No te parece demasiado? Yo no quiero subvencionar una Iglesia que encubre a pederastas, abuela, y estoy segura que tú tampoco.

Cuando me crecieron los senos, se me ensancharon las caderas y empecé a andar sola por las calles me pediste que, por favor, tenga cuidado. Que los hombres me podían tocar. Abuela, te aclaro: no solo los hombres, sino también los representantes de Dios en la tierra.

Espero puedas entenderme.

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La pregunta es ¿por qué sigo apareciendo en los registros de la Iglesia católica? Ya es suficiente que sobrevivan gracias a los impuestos de peruanas como yo. No estoy dispuesta, además, a engrosar su lista de fieles.

Renuncio porque observar sus críticas al nuevo currículo nacional de educación y ser testigo del lobby que han emprendido junto a las iglesias evangélicas para sacar adelante la campaña #Conmishijosnotemetas –que parte del insólito supuesto de que incluir el enfoque de género promoverá la homosexualidad infantil– me recordó mi formación escolar y la imposición de una religión de reprochables cabecillas.

El año pasado descubrí la posibilidad de convertirme en apóstata, que significa “persona que reniega de la fe cristiana o de las creencias en que ha sido educado”. Este término aparece en numerosos libros de la Biblia, como Timoteo, Juan y Judas. La Santa Sede llama a este proceso “Actus formalis defectionis ab ecclesia catholica”, que significa “Deserción de la iglesia católica por acta formal”.

El trámite es sencillo: debo redactar una carta dirigida a mi iglesia personal y a la oficina del obispo.

Una carta así:

Declaración de Apostasía y Deserción de la Iglesia Católica Romana (Actus formalis defectionis ab Ecclesia Catholica)

Yo, Milagros Olivera Noriega, a través de esta carta, doy aviso formal de mi deserción y apostasía de la Iglesia Católica Romana.

Reconociendo mis derechos humanos fundamentales, expuestos en la Declaración Universal de Derechos Humanos, proclamada por la Asamblea General de las Naciones Unidas en París, el 10 de diciembre de 1948 en su Resolución 217 A (III),  deseo renunciar a la religión que se me impuso al nacer.

Este es un Actus formalis defectionis ab Ecclesia. (Prot. N. 10279/2006, Ciudad del Vaticano, 13 de marzo de 2006).

a) En pleno uso de mis facultades he decidido abandonar la Iglesia Católica debido a la violencia que esta institución continúa cometiendo, omitiendo y legitimando en contra de las mujeres latinoamericanas cuando:

1) Entorpecen el proceso de entrega gratuita del anticonceptivo oral de emergencia (AOE), también llamada píldora del día siguiente, y retan con argumentos celestiales principios científicos para esparcir sus dogmas y avalar la legislación estatal sobre los cuerpos de las mujeres.

2) Porque se indignan si un joven hace bailar a un “niño Dios” de yeso el pasito perrón, pero protegen y hasta absuelven a pederastas como Fernando Karadima, Marcial Maciel y Luis Fernando Figari.

4) Encabezan la elitización de la educación y forjan escuelas impagables como la Pontificia Universidad Católica del Perú, el Colegio Villa María, el Colegio Inmaculada, entre otros, donde, dicen, forman “hombres para los demás”, que no son más que un grupúsculo con absoluto manejo del idioma inglés y experiencia en el autocomplaciente turismo de la pobreza. Labor social, le dicen.

5) En Perú, se horrorizan porque el Nuevo Currículo Nacional de Educación busca que las nuevas generaciones sean formadas con enfoque de género.

6) Porque por cada sacerdote con la entereza del ilustre monseñor salvadoreño Óscar Romero o con el talento y valentía de Ernesto Cardenal, existen 100 sacerdotes con el salvaje oportunismo del monseñor Adolfo Servando Tortolo, confesor del ex dictador argentino Rafael Videla y amante del binomio fuerzas armadas y religión católica.

7) Discriminan a las personas no heterosexuales e imponen ideas de conversión, aislamiento y represión para solucionar lo que consideran un pecado.

8) Dicen “absolver a quienes hayan procurado el pecado del aborto”, pero olvidan que las mujeres -antes que ser exculpadas- necesitan dejar de morir desangradas en consultorios de abortos clandestinos. He abortado y no preciso del perdón de nadie.

b) Esta carta es la realización y manifestación externa de mi decisión de dejar la Iglesia Católica.

c) Esta carta se envía por correo a la autoridad eclesiástica competente para que se efectúe y a su vez para que me informen que mi nombre ha sido eliminado de todos los registros de la Iglesia y que fue asentado que he dejado la Iglesia.

Estoy nuevamente concretando y manifestando a la autoridad eclesiástica mi acto de apostasía, herejía y cisma. Estoy tomando esta acción de manera personal, consciente y libre.

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Esta carta es la manifestación de mi acto de apostasía en forma escrita presentada ante la autoridad competente de la Iglesia Católica, así convergiendo dos elementos: mi acto consciente de apostasía y la manifestación presentada por escrito que ahora está en sus manos, y significa un actus formalis defectionis ab Ecclesia catholica, con todas las penalidades canónicas correspondientes. La autoridad eclesiástica competente está ahora obligada a proveer que mi acto sea notificado en el registro bautismal, con mención explícita de la existencia de “defectio ab Ecclesia catholica actu formali”.

Por favor, tenga la amabilidad de enviarme una confirmación electrónica a la dirección de correo electrónico que se indica abajo, así como una copia escrita a mi dirección de correo.

Declaro que soy consciente de las consecuencias de este acto con respecto a la recepción de los sacramentos de la Iglesia, incluyendo los sacramentos de la Eucaristía, el matrimonio, la unción de los enfermos y el entierro.

Me comprometo a hacer que esta decisión sea conocida por mis familiares y así asegurar que ellos estén conscientes de estas circunstancias en el caso de que yo me encuentre incapacitada. Reconozco que hago esta declaración bajo juramento solemne, estando sana de mente y cuerpo, y en presencia de un testigo que puede testificar sobre la validez de este documento.

Firma:___________________________________________ Dirección:________________________________________ ________________________________________________

Testigo:__________________________________________ Dirección:________________________________________ ________________________________________________

Fecha:___________________________________________

Información personal del declarante:

Nombre: _________________________________________

Dirección:

Padre:

Madre:

Padrino:

Madrina:

Fecha de nacimiento:

Fecha de bautismo:

Diócesis de nacimiento:

Parroquia de nacimiento:

Yo afirmo que lo anterior son declaraciones verdaderas basadas en mis conocimientos y creencias personales:

Firmado: ________________________________________

Fecha:

Le conté a Enrique Vega, Quique, mi decisión. Él es un agudo teólogo que fue mi maestro en la universidad. Yo era una joven hastiada del catolicismo, con la que Quique lidió con altura. Fui a buscarlo a la Universidad Católica, lugar donde actualmente enseña, y le pregunté: Yo me voy, pero: ¿por qué alguien debería quedarse?

Quique se refiere a Dios con respetuoso afecto. Habla de él con la pasión de quien alberga alguna certeza. Dios es la suya. ¿Quién es Dios para ti?, le pregunto. ¿Qué significa la religión católica para un católico?, insisto.

En lugar de asumir con soberbia mi ateísmo, me dispuse a escuchar.

“Es algo que está más allá de mí mismo y que se ha convertido en una suerte de motor, de impulsador, más que de juez que me está mirando o algo por el estilo”, explica, sereno.

“La Iglesia católica, para mí, es una institución y me parece importante insistir en eso. Es una institución que con el pasar del tiempo ha ido, de alguna manera, en algunos espacios, domesticando el carisma. Creo que estamos en un tiempo en el que la iglesia está llamada a purificarse de todo aquello que no le permite ser lo que tendría que ser desde el inicio, comunidad de Jesús. Creo que, definitivamente, Dios es más que la Iglesia. La Iglesia no puede olvidarse que está a su servicio. Quizás eso es algo que ha fallado en los últimos 800 años”.

La primera clase de Quique a la que asistí fue desconcertante. Parecía muy joven para ser maestro, y demasiado jovial para ser católico. En lugar de asumir con soberbia mi ateísmo, me dispuse a escuchar. Cuando comprobé que su objetivo no era convencerme de mi pecado ni fungir de catalizador moral en mi contra, lo respeté.

Ahora lo tengo al frente, diciéndome que no me dirá que no me vaya.

“De mi parte, como teólogo, como pastoralista, como alguien que le interesa el ser humano, yo no me colocaría ni a favor ni en contra, yo apelo a la libertad de conciencia, que cada persona tenga las herramientas para poder discernir de mejor modo. Soy consciente de que fuera de la Iglesia hay mucha santidad, mucha vida, mucha plenitud. Que muchas veces los mismos creyentes no la poseemos, porque nos hemos encerrado en alguna estructura que no nos lo permite. En mi caso, en libertad de conciencia, yo me quedo dentro –que creo que sería la respuesta más válida- yo me quedo dentro porque quiero seguir trabajando desde adentro y concientizando. Fuera no lo podría hacer. Entonces, yo, como una vocación personal, en libertad de conciencia, yo frente a Dios, esta es mi decisión”.

Terminamos de conversar y me pregunto a qué fui. Quizá quería que alguien me pida que, por favor, no me vaya. Y responder que no, que la decisión ya está tomada, que por favor no insista, que es definitivo.

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La página web de la santa sede dice que abandonar la Iglesia “se configura como una verdadera separación con respecto a los elementos constitutivos de la vida de la Iglesia: supone por tanto un acto de apostasía, de herejía o de cisma”. Soy, entonces, una hereje sin hoguera.

De niña, mi fe católica era inquebrantable. En el colegio solíamos ver películas religiosas. Mi favorita era “Las apariciones de la virgen de Fátima”. Tres niños pasteaban a sus ovejas cuando de pronto una mujer “más brillante que el sol” –como la describió Lucía, de 10 años– se les apareció. Sus primos Jacinta, de seis, y Francisco, de nueve, ratificaban su versión. El cielo fue el escenario público del acto final, que generó ovaciones de parte de los habitantes de la ciudad de Fátima, en Portugal.

Yo tenía casi 6 años y empecé a mirar el cielo con sagrada vocación. No podía correr el riesgo de perderme la oportunidad de ver a la virgen hacer al cielo danzar. En esa época, “La novicia rebelde” era mi programa de dibujos emblema, así que la idea de mirar hacia arriba, distinguir a la virgen y observar cómo logra emocionar al cielo, no parecía descabellada.

Durante esos años ejercité mi memoria. “Bendita sea tu pureza, y eternamente lo sea, pues todo un Dios se recrea, en tan graciosa belleza”, oraba. En las noches rezaba frente a la puerta para que no ingresaran ladrones, y siempre, siempre, elevaba promesas divinas que jamás cumplía. Me enseñaron que perdón sólo se le pide a Dios. Que no se jura en vano. Y que si llueve, es la virgen la que llora por los pecados de humanos como yo.

En los 11 años que duró mi etapa escolar, mis padres gastaron un promedio de 88 mil soles. En mi periodo universitario, la inversión –palabra utilizada en los países donde la educación es un lujo– para cubrir el costo de la educación privada fue de 78 mil soles. El colegio donde estudié pertenece a la Congregación del Sagrado Corazón, que también son propietarias de la Universidad Femenina del Sagrado Corazón. Y la universidad en la que me formé, por su parte, pertenece a la Compañía de Jesús.

Le cuento a mi madre la inversión total en mi educación, aproximadamente 170 mil soles. Ella, tierna, me recuerda:

-Tienes dos hermanas más. Así que multiplica la suma total por 3. Es casi medio millón de soles.

-¿Y qué hubieras hecho con todo ese dinero?

Le cuesta imaginar esa posibilidad, pero responde, pensativa:

– Quizá hubiéramos disfrutado un poco más.

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En Perú, la educación básica de calidad no se imparte en las instituciones del Estado. Los colegios nacionales tienen una fundada mala reputación, y hay padres que prefieren endeudarse pagando un mediocre colegio particular que matriculando a sus hijos en escuelas donde los maestros no asisten, la infraestructura no mejora y la calidad educativa tampoco.

En el caso de la educación superior, existen universidades que gozan de una valoración positiva, pero a las que ingresar es tan complicado como desgastante. En este contexto de naufragio educativo, los espacios formativos han atravesado un proceso de elitización impulsado por las congregaciones religiosas y el empresariado, que entendieron que la mejor manera de promover sus negocios en el sector educación es conviviendo en armonía con las falencias del sistema educativo nacional.

De mi lado, hoy, no hay más que hartazgo.

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