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“¿Alguna vez te dragueaste?” No, bueno, no exactamente, pero de alguna manera tuve que hacerlo. Cuando era chica desconocía la literatura escrita por mujeres, lo que me llegaba era lo que veíamos en el colegio. En mi casa no había biblioteca, apenas unos libros sobre política, rarezas como el Triángulo de las bermudas, Misterios, mitos y aparecidos, un ejemplar de tapa roja que robé de la escuela, y libros para chicos que mi mamá compraba porque que venían con la revista Anteojito, una revista muy conocida en mi infancia, acá en Argentina. Hasta la adolescencia creí que las mujeres no escribían o si lo hacían no eran muy importantes, porque no las conocía, no estaban en la escuela, no circulaban. Por mi parte, me empeciné en escribir una historia bastante cursi de amor, entre Amador y Aminora. Amador era pintor; y Aminora, escapista o viajera, siempre faltaba. Construía un relato con su ausencia. Algo bastante trillado, escrito en prosa poética. En mi historia yo era Amador y Aminora, los dos personajes tenían algo de mí y de la chica que me gustaba, se llamaba Romina. Aminora era su anagrama. Pensaba que algún día esa historia iba a ser muy buena y que la iba a presentar en un lugar grande, luminoso, con butacas y que iba a entrar vestida de Amador; quería ser Amador con todas mis fuerzas, tener un traje hermoso, una camisa blanca ajustada, unos zapatos altos, un lindo bigote recortado a la perfección, el pelo recogido, y un sombrero negro. Quería ser el autor más lindo del conurbano bonaerense, que la gente se enamore de mí, como yo me había enamorado de la historia de desencuentros entre Amador y Aminora. Pero todo este juego de mi mente, este imaginario y mi necesidad por tener una voz que escriba y que sea la voz de un varón, la voz de un varón en mi cuerpo, me hizo pensar que tal vez todo eso tenía que ver con algo más, algo que recién ahora puedo entender.

Nunca me dragueé, al menos no como un drag king profesional, sino como una autora que pide permiso o se lo inventa para decir. Por suerte, la literatura nos permite ponernos el traje del narrador o narradora que más nos guste. Pero, ¿por qué necesitaba un permiso para decir? Sentí que para ser escritora primero tenía que ser escritor y así, algún día, mis palabras tendrían peso. Pero, los deseos interiores nos llevan a encuentros que son menos fortuitos de lo que creemos. Cuando empecé a cursar en la Facultad de Filosofía y Letras (UBA), conocí a una chica en la estación del tren. Pronto nos hicimos amigas, pronto también me enamoré de ella. Es increíble, pero empecé a leer literatura escrita por mujeres cuando me enamoré de una chica que también escribía, que además vivía en una casa con sus dos hermanas y madre, y siempre eran visitadas por la abuela y su prima. La chica de mis sueños ya no era una mezcla de personajes en mi mente; era real y me había abierto la puerta a un mundo lleno de energía femenina. Aprendí con ella mucho de lo que ahora sé de literatura. Leíamos mientras todos dormían, susurrándonos Pájaros de fuego de Anaïs Nin; leíamos a Pizarnik, Silvina Ocampo, Gioconda Belli y otras poetas que no recuerdo. Cuando la conocí ella escribía cuentos; yo, poesía. Por alguna razón, necesitaba hablar su lenguaje, empece a escribir narrativa; y ella, poesía. El tiempo nos fue llevando a lugares distintos, ahora no sé dónde está. Volví a escribir poesía. No sé a qué parte del planeta se fue, y el tiempo cambió de forma nuestro vínculo. Ahora es una gran amiga, un gran amigo, mi maestrx en muchos sentidos. Creo que si lee esto se va a reír y a pensar que soy cursi, que escribo relatos con su ausencia y con mi idea de lo que fuimos: la primera ficción la escribe la memoria. Lo cierto es que no me dragueé, no de manera convencional, pero una vez tuve que hacerlo para sentir que podía escribir.

Ahora como docente, escritora y editora trabajo en la circulación de literatura escrita por mujeres y otras identidades que disputan el lugar hegemónico de los hombres escribiendo, porque pareciera que nosotrxs, lxs que no somos varones cis hacemos otra cosa, una literatura tagueada de “femenina”, “queer”, de “género”, etiquetas que le sirven al mercado editorial para poder clasificarnos en las bateas como si se tratara de subgéneros. La circulación de la literatura todavía está signada de las mismas contradicciones, esas que se dirimen entre la literatura con mayúscula y una literatura menor. Hablar de una literatura femenina supone reincidir en el mito de la mujer, ese mito del que hablaban Beauvoir y Wittig. La literatura femenina sería una suerte de secreción de la condición natural de la mujer, concebida por su sexualidad. Hablar de literatura femenina es la versión biologicista y la metáfora naturalista de un hecho político. Quizás es tiempo de hablar de literatura a secas, porque lo general y universal son cosas del hombre, lo particular y personal, del resto de lxs mortales. Las escrituras minoritarias deben tender hacia la universalidad, porque es ahí donde disputamos la hegemonía, ya no en el gueto sino en las escuelas, los espacios de trabajo, en el mercado editorial. Es tiempo de una literatura feminista, degenerada, o literatura a secas, pero disidente, corrosiva y alternativa.


Gráfica por Estefani Campana

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