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Hace unas semanas volví a Lima. Durante tres meses, estuve alejada de la ciudad del cielo gris: Viví en Espinar, Cusco, a cuyo cielo azul prusia me acostumbré rápidamente, así como lo hice de la agradable experiencia de dirigirme al trabajo caminando, de movilizarme a pie hacia la mayoría de lugares, pues así se realizan la mayor cantidad de trayectos en Espinar – Yauri. De mi cuarto a la plaza a pie. De mi cuarto al Municipio a pie. De la plaza al mercado a pie. Del mercado a la cancha de vóley a pie. De mi cuarto a la terminal terrestre, más de un kilómetro y medio en 20 minutos, a pie.

A Lima también volví por tierra. Un sábado me anunciaron que había conseguido un nuevo trabajo para el cual tenía que estar el siguiente lunes en la capital; sin presupuesto para un avión pero emocionada, me subí al primer bus: de Espinar a Arequipa, cinco horas. Cuando me subí al segundo, el del trayecto más largo, Arequipa-Lima, 18 horas, pensé que haber vivido en Chorrillos, un extremo de la ciudad, casi toda mi vida, me había brindado de habilidades especiales para soportar tanto tiempo en un bus. Lima me recibió como la esperaba: con tráfico, y yo a ella con el libro que por hábito llevo conmigo. Pensé: mataré el tiempo antes de que la congestión me mate a mí. Sin embargo, hace unas semanas cuando volví a esta ciudad donde nací, descubrí que había olvidado todo.

Había olvidado lo que era salir de casa cada mañana y meterme en una congestión caótica. Había olvidado también los infinitos desvíos producidos por las obras viales en una urbe que parece pensada para las máquinas y no para quienes la habitan. En mi ingenuidad, el primer día de mi nuevo trabajo, pensé en dirigirme a él en bicicleta, pero me acobardé. No salí en bici porque observé carros estacionados en las ciclovías y autos que querían llegar rápido a dónde fuera a toda costa, porque conduje el mío y me sentí en peligro incluso dentro de él. Me di cuenta de que siempre podemos volver a sentir miedo por más acostumbrados que hayamos estado y opté por tomar transporte público: la 73, la antigua línea de buses verdes.

Según el observatorio ciudadano Lima cómo vamos, tres de cada cuatro limeños usan transporte público para ir a sus trabajos o centros de estudio. Es decir, en una ciudad de cerca de 10 millones de habitantes, más de siete millones de personas utilizan este sistema; como si metiéramos a casi toda la población de Hong Kong en infinitas (e irregulares) combis y custers, o en trenes y buses que no se conectan entre sí. Sin embargo, a pesar de esta cifra inmensa, en lo formal, solamente contamos con una única línea de metro, la Línea 1; y un sistema de autobuses de tránsito rápido, el Metropolitano.  Con el resto del transporte, solo nos queda lidiar. Sí, “lidiar”, porque pretender usar estos medios es -en la mayoría de horas del día- una lucha. Una lucha por entrar en el vehículo, porque respeten el medio pasaje para estudiantes, porque te dejen en el paradero que tú pediste, porque te permitan bajar tranquila y que, solo por un día, no tengas que maldecir a Lima y su tráfico. No es extraño, entonces, que el 64% de limeños se encuentren insatisfechos con el servicio de transporte público en Lima.

Ante todo esto, los arquitectos y urbanistas nos podemos preguntar lo siguiente: ¿qué le depara a nuestra ciudad en los próximos años en cuanto a planeamiento –ese conjunto de decisiones que se tomarían para solucionar el caos en Lima- y movilidad urbana –aquel sistema de satisfacción de necesidades, que se vincula con la infraestructura, el tránsito, la seguridad vial, y el tiempo, dinero y energía que invertimos en transportarnos-? Asimismo, cualquier limeño podría preguntarse algo más simple: ¿existe alguna solución para este caos? Otras ciudades han apostado por un sistema más peatonal, porque la calle es de las personas, pero en Lima se insiste en la misma acción contraproducente: realizar más obras destinadas a los vehículos privados. Y no existe quien se encargue de este necesario y obviado planeamiento; la última vez que contamos con un organismo dedicado a esta labor se llamaba Instituto de Planeamiento de Lima (IPLL) y cerró el año 1983.

La institución que debería librarnos de este problema, entonces, sería la Municipalidad de Lima. A vísperas de Fiestas Patrias de este año, esta misma, la que nuestro alcalde Luis Castañeda Lossio preside, presentó, sin conferencias de prensa, el Plan (Anónimo) de Desarrollo Local Concertado de Lima Metropolitana 2016-2021. Se trata de un documento que no menciona explícitamente los nombres de sus autores y los resume a un difuso “Equipo técnico”, cuyos gráficos principales parecen haber sido elaborados en Power Point (como se ve en la página 8, o en la 40, o en la 59, o en la 66…), y más de la mitad de su bibliografía proviene de páginas web, unas formas de trabajo que no están permitidas ni en escuelas de pregrado de Arquitectura y Urbanismo.

Se estima que la inversión necesaria para llevar a cabo la propuesta de Castañeda sería de dos mil millones de soles, es decir, costaría lo mismo que construir dos líneas más del Metropolitano u otro Titanic.

Se estima, además, que la inversión necesaria para llevar a cabo dicho plan –que se aprobó el mismo día que ingresó a la agenda del Concejo Metropolitano sin poder ser revisado ni debatido- sería de dos mil millones de soles, es decir, costaría lo mismo que construir dos líneas más del Metropolitano u otro Titanic. Sin embargo, el principal inconveniente del Plan de la oficina de Castañeda es que incluye una cantidad confusa y alarmante de proyectos que crean nuevas o amplían las vías vehiculares ya existentes. Al momento de contar dichos proyectos, parece que nadie se pone de acuerdo. El Comercio ha afirmado que se construirán 18 pasos a desnivel, 5 bypasses y 3 viaductos elevados. Angus Laurie, Máster en Diseño Urbano en London School of Economics, afirma que son 16 pasos a desnivel y 1 viaducto. Mientras que yo he contado, 14 pasos a desnivel, 2 bypasses y 1 viaducto (pp. 18-19). Según Laurie, parece que todavía se está planificando nuestra ciudad como si fueran los 80s. Y tiene razón. El Plan de Castañeda, una vez más, es uno abocado a la movilidad privada a pesar de que los expertos recomienden lo contrario.

Si nosotros asumiéramos ingenuamente que las intenciones de la Municipalidad son buenas, los buenos deseos o ánimos de solucionar un problema no nos garantiza el resultado exitoso de este plan de acción. Como lo afirma la publicación “Transporte urbano: ¿cómo resolver la movilidad en Lima y Callao?”, de Mariana Alegre Escorza, a pesar de que se crea que la alta congestión y el tráfico se debe a la excesiva cantidad de autos que transitan las calles de Lima, nuestro característico tráfico se debe a la deficiente gestión del tránsito. Para su solución, Alegre Escorza aconseja dos acciones claves: el saneamiento de las vías y la inversión en un sistema de transporte público masivo de calidad, integrado y multimodal. Es decir: no se deben ampliar las pistas para manejar (o congestionar) las calles de Lima, sino ordenar el tránsito de una manera más efectiva. No se trata, pues, de derrumbar una pared de nuestro cuarto para que entren más basura, platos de comida y ropa por lavar, sino que se necesita ordenar el cuarto e idear un sistema para que no se vuelva a ensuciar tanto.

Los proyectos planteados no colaboran con lo que Lima necesita desde hace décadas: planificación y proyectos que vayan de la mano con ella. Este plan se encuentra tan alejado de su población que prioriza y otorga más extensión a las calles en las cuales se transita solamente con el uso de transporte privado, mientras que, irónicamente, solo el 15% de limeños usa un medio de transporte privado para ir a trabajar.  Es de esta misma manera cómo a lo largo del tiempo hemos creado reglamentos que exigen un número determinado de estacionamientos de autos para un edificio, pero nunca de bicicletas; y con soluciones como los puentes peatonales, porque, claro, el carro es primero y que el peatón se adapte.

No es gratuito que Jan Gehl, urbanista danés y escritor de “Ciudades para la gente” defina lo siguiente: “Encontramos que el comportamiento de las personas dependerá de lo que se les invita a hacer, a mayor cantidad de calles, mayor cantidad de tráfico. Mientras más atractivo sea un espacio público, una mayor cantidad de personas querrá usarlo”. Es decir, mientras más calles diseñadas para carros haya, más personas harán uso de ellas con este fin. De esta forma, Castañeda ha definido de forma rápida, caprichosa e ignorante (porque la población es obviada), que esta década seguirá marcada por el estrés y por los altos gastos de energía, tiempo y dinero, ante la carencia de un sistema de transporte público integrado. Lima se quedaría igual, según este plan, como una ciudad anacrónica no pensada desde lo contemporáneo, como si las 16 líneas de metro de París no hubiesen iniciado su funcionamiento hace ya más de 100 años (1900), como si Buenos Aires no hubiese habilitado más de 130 km de ciclovías en los últimos cinco años, como si en  New York no se hubiesen peatonalizado más de 2,5 hectáreas de calles antes destinadas para los autos, y como si al final del día Lima estuviese albergada en otro tiempo y espacio, como si estuviésemos llegando tarde y condenados a seguir estándolo.

Porque, finalmente, nuestra ciudad es fiel reflejo de la forma de vida que tenemos, de cómo habitamos. Esta depende de nuestras dinámicas, y según ellas evoluciona o al menos así debería ser. Pero principalmente depende de las autoridades que gobiernan y cuya responsabilidad radica en velar por el bienestar y desarrollo de la ciudad y por ende, de sus ciudadanos. Lamentablemente, según el “planeamiento” aprobado, Lima seguirá aún metida en el tráfico durante horas, se eliminará sus parques para albergar más autos, tardarán los encuentros, las llegadas, las idas, las venidas, y todo aquello que desarrollamos en las calles y que le otorgan vida a la ciudad, porque aunque ahora usemos Uber Pool, hayan llegado los vagones italianos de la Línea 2 del Metro y las poke–paradas nos hayan hecho recordar que tenemos espacios públicos, queda en claro que nuestras autoridades no están preparadas para Lima, ni para el siglo XXI.

 


Gráfica por Estefani Campana

 

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