Recuerdo la reunión familiar que tuve como despedida en Lima. Me iba a México en dos días a trabajar y recibía todo tipo de comentarios de mis familiares. Pensaba cuáles serían sus comentarios si tuviera un pene entre las piernas en vez de una vagina, si fuera un hombre. Esa misma noche, cuando revisaba el tiempo mientras hacía las maletas, observaba a la argentina Belén Mirallas en un video, denunciando haber sido atacada por un hombre mientras caminaba en las calles de Playa del Carmen, en México. Belén era una mujer haciendo lo que cualquiera hace: recorrer un lugar. Un día después en la cuenta regresiva, tuve otros pequeños encuentros con amigos antes de partir. La pregunta era bastante similar en todos los casos: ¿Qué es lo que más miedo te da de irte? La respuesta era siempre la misma: ser mujer.
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El primer día de trabajo salí del estudio a las 7:00 p.m. Llegué a la estación de metro a las 7:20 p.m. con mi compañera de cuarto. Como todos a esa hora, nos colocamos tras la línea de espera del tren subterráneo. Pasaron dos llenos, intentamos entrar, pero veíamos a los hombres empujarse y apenas nos atrevimos a meter el cuerpo, experiencia que recordaba al uso del Metropolitano en Lima.
Notamos que los primeros vagones estaban relativamente vacíos, y decidimos avanzar en esa dirección pensando que nadie iba hasta el extremo del andén. Pero no, unos metros antes del llegar al final, unas vallas que limitaban el acceso, junto con un policía que controlaba a quienes accedían de ese lado, decían: “Solo mujeres y niños menores de 12 años”. No supe si viajar en un vagón lleno de mujeres al entrar y salir del trabajo me hacía sentir más segura o solo me recordaba mi papel como ser propenso a la violencia en la ciudad.
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En la Ciudad de México, se mueven 12 líneas de metro, el costo al cambio es de menos de un nuevo sol para un viaje, y se calcula que viajan diariamente un promedio de cinco millones de personas, el equivalente a más de la mitad de la población limeña. La primera línea fue inaugurada en el año 1969 pero, recién desde el 2008, se implementó la medida de vagones diferenciados para “reducir” la violencia a la que estamos expuestas.
Mi miedo se remonta a un episodio claro: el caso de una joven india, Jyoti Singh, víctima de una violación grupal en un transporte público en Dheli. Sí, como uno de esos que tres de cada cuatro limeños utilizamos todos los días.
Yo hago uso de estos vagones todos los días por lo menos dos veces y viajo relativamente tranquila. Sin embargo, pienso en cuántas veces me bajé de un transporte público (incluso del vaporetto, cuando viví en Venecia) por darme cuenta de que era la única mujer en él. Mi miedo se remonta a un episodio claro: el caso de una joven india, Jyoti Singh, víctima de una violación grupal en un transporte público en Dheli. Sí, como uno de esos que tres de cada cuatro limeños utilizamos todos los días.
Las protestas en la India se dieron con un furor nunca antes visto durante diciembre del 2013. Recuerdo a uno de los violadores de Jyoti Singh argumentando que una muchacha “decente” no debería estar en la calle a esas horas de la noche, que fue una forma de castigo y que, de no haber luchado contra ellos, aún podría estar viva. Recuerdo también que al terminar de escucharlo en la entrevista que le realizaron dentro del documental India’s daughter (está en Netflix y lo recomiendo completamente) solo podía pensar que quizá fue mejor que Jyoti falleciera, porque una vida después de ese ataque, una vida con tantas repercusiones luego de que te perforen con un tubo metálico y te saquen hasta los intestinos, no sabría si podría seguir llamándose vida.
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En esta ciudad, siempre voy del lado de las mujeres. Cuando me dirijo hacia el de los hombres, mi mente viaja tres años atrás caminando en Fez en una zona de trueque donde solo “laboran” hombres. Ser una mujer sin velo me convertía en un trozo de carne expuesto. Era un “jaram” como dirían, lo que implica que nadie te hable porque no tienes cubierto el cabello. Recuerdo los silbidos, pero recuerdo más mi miedo.
Paralelamente, en el vagón, mientras escucho a Calle 13 con el estribillo “Dame la mano y vamos a darle la vuelta al mundo”, me topo con un video en el que me entero de un grupo de mujeres que defienden el derecho de viajar solas bajo el lema #Itravelalone. Vienen a mi mente las fotografías de Marina Menegazzo y María José Coni mientras eran buscadas en Montañita, Ecuador, antes de que se encontraran sus cuerpos en una zona de vegetación. Marina tenía 21 y María José 22. Ellas también eran mujeres haciendo lo que cualquiera hace: recorrer un lugar.
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Distintos sistemas, con el tiempo, han procurado dar solución a la situación de las mujeres en la ciudad. Un vagón solo para ellas, prendas antiviolación solo para ellas, métodos de defensa propia solo para ellas. No es casualidad que en el último año más de una de mis amigas hayan adquirido gas pimienta o aparatos que transmiten electricidad. Sus novios se los dan, los adquieren solas, en fin, consumimos protección por montones, lo hacemos porque conocemos nuestro papel en la calle. Pero ¿qué posición tomamos frente al rol que, sin haber pedido, tenemos?
La última vez que “salí” con alguien recuerdo estar en un extremo de la Costa Verde en Lima. Empecé a caminar sola hasta que me topé con un camión de basura y los hombres que la recogían. Escuché los silbidos y me di media vuelta. Sin datos para pedir un taxi y salir del lugar sola, debo admitir que en mi orgullo no quería tomar la unidad que abordó la persona con quien pasé esa noche, pero tuve que ceder: una cosa es no saber reconocer el peligro, y otra exponerte a ciegas ante él. Así que me subí, fastidiada por no haber salido por mis propios medios del lugar, pero más fastidiada por siempre huir, por vivir a la defensiva y haber hecho de ello un estilo de vida.
Estoy completamente segura de que nuestro papel está intrínsecamente relacionado a nuestro valor en la sociedad. Hay sociedades donde tener una hija mujer está menos valorado que tener un varón, hay sociedades donde las mujeres no pueden realizar ningún tipo de labor productiva, sociedades donde no representamos nada ni para la economía ni para el derecho.
Es fácil, entonces, atacarnos de las mil y un formas que existen. Conforme luchamos para que estas sociedades adviertan nuestro lugar en ella, nos proporcionan de “herramientas” (yo las llamaría “sistemas de defensa”) que nos permitan vivir “de igual a igual” con un hombre. Todas ellas involucran estrategias de protección, de someternos a situaciones donde no se nos trata con equidad, ni a ellos ni a nosotras, a ningunx. Medios que nos recalcan que debemos ser precavidas frente al posible ataque, porque nos hemos dado cuenta de que esperar por los cambios puede resultar muy costoso.
Una educación basada en la igualdad de género definitivamente aportaría a la ruptura de este ciclo sin fin y violento en el que estamos expuestas
También existen los cambios progresivos. No son los medios más veloces, es verdad; pero son estos los que podrán hacer una variación significativa y trascendente en la vida de las mujeres y, por lo tanto, también en la de los hombres, en toda la sociedad. Una educación basada en la igualdad de género definitivamente aportaría a la ruptura de este ciclo sin fin y violento en el que estamos expuestas.
El producto sería una colectividad donde las medidas, como la empleada en los vagones del metro de la Ciudad de México, no serían necesarias, pues cuando hay igualdad se eliminan las diferencias. Involucraría, a su vez, descartar la asociación de cualidades o capacidades a nuestro género, ser reconocidxs como personas valiosas per se, inspirar respeto a cuestas de nuestro órgano sexual, y un infinito etcétera. Es exactamente esto lo que propone el Ministerio de Educación mediante el nuevo Currículo Nacional y el enfoque de igualdad de género donde se recalca que “hombres y mujeres son iguales en derechos, deberes y oportunidades”.
¿No es necesario, entonces, que para que se nos permita crecer y desenvolvernos con igualdad se nos instruya con ella? Si Lima es la tercera ciudad en el mundo más peligrosa para una mujer en el transporte público, Ciudad de México la segunda y Dheli la cuarta, es porque la disimilitud entre ellos, los hombres, y nosotras, las mujeres, es aún muy amplia; y el origen se centra en la formación que se nos proporcionó según las normas de convivencia y cultura a la que pertenecemos. Todo esto mediante la educación. Ciudadanos y ciudadanas somos absolutamente responsables de la manera en que nos aproximamos a la educación que el gobierno imparte, y cómo volcamos estos enfoques en nuestra convivencia.
Siempre pensé que de reproducirme en algún momento preferiría que mi hijo fuese hombre. Me era imposible tolerar la idea de tener una niña en un país como el mío, pero últimamente pienso más en que me gustaría que el género no fuese una preocupación importante para mí. Mientras compro un vuelo para otro viaje sola, a una ciudad a la que deseo ir desde hace mucho, pienso que las cosas buenas toman tiempo. Que quizá en un par de décadas no me sofoque pensando que mi hijx recorra el Perú sin compañía, que no necesitará decirle a alguien que “agarre su maleta, el bulto, los motetes, el equipaje, su valija, la mochila con todos sus juguetes” para darle todas las vueltas que él o ella quiera a un mundo más igual.
Gráfica por Estefani Campana