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Las pocas fuentes que la mencionan no la llaman por su nombre. Angelina Beloff es siempre la “primera esposa” o la “amante de” Diego Rivera dejando sus logros y trayectoria artística en segundo plano. Elena Poniatowska restituye su voz, marginada por la Historia- esa que inmortaliza a los grandes héroes, aquella que es siempre masculina- , en la novela Querido Diego, te abraza Quiela (1976), reeditada por Impedimenta en 2014. Leer sobre Angelina es importante para conocer su historia y rescatar su obra; pero leer su voz, a través de la ficción de Poniatowska, es explorar el laberinto de las pasiones y las trampas del amor. Es, en parte, mirarse en el espejo y desconocerse y, también recuperar la imagen propia.

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Angelina nació en Rusia en 1879 y creció en el seno de una familia de intelectuales que impulsó su gusto por las artes desde temprana edad. Contaba que los ideales familiares le habían enseñado a ser independiente, y a trabajar para mantenerse y encontrar su propia felicidad- dicho testimonio es recogido en la novela de Poniatowska también. Ingresó muy joven a la Academia Imperial de las Artes en San Petersburgo, en donde aprendió grabado y pintura, al mismo tiempo que trabajaba en estudios de diversos artistas. Al morir sus padres, decide trasladarse a París y vivir de la herencia familiar en una pequeña buhardilla.

Fue una época de aprendizaje: André Lohte, el gran teórico y pintor francés que influyó en gran parte de los artistas del siglo XX, reconoció su talento al llegar a su atelier. En sus cartas a Diego, recuerda el gran impulso que este constituyó para descubrir nuevas técnicas. Más adelante, llegaría a ser aprendiz del también famoso pintor francés, Henri Matisse. Ese mismo año, 1909, conoció a Diego Rivera acompañada por María Blanchard, pintora y gran amiga española, en un viaje a Bruselas.

Hay dos versiones sobre el casamiento entre Rivera y Beloff. La primera indica que se casaron civilmente y no hubo ninguna ceremonia religiosa debido al ateísmo del pintor. Ésta versión es respaldada por el divorcio que le pide Rivera tras su regreso a México antes de casarse con Guadalupe Marín en diciembre de 1922. Por otro lado, hay una versión que indica que jamás contrajeron matrimonio y que más bien Beloff fue una de sus amantes al llegar a Europa.

Angelina existió y fue una presencia clave, no solo en la vida de Rivera, sino también en el círculo intelectual más importante de los años veinte en París que se reunía en el café La Rotonde

No muchos conocen la historia alrededor de esta pareja ni las circunstancias bajo las que se produjo. A algunos incluso les sorprende saber que Rivera tuvo una esposa antes de Guadalupe Marín y Frida Kahlo. Pero lo cierto es que Angelina existió y fue una presencia clave, no solo en la vida de Rivera, sino también en el círculo intelectual más importante de los años veinte en París que se reunía en el café La Rotonde y que congregó a artistas como Apollinaire, Modigliani y Picasso y a donde Diego Rivera tuvo a bien llegar gracias a ella.

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Elena Poniatowska encontró a Angelina Beloff cuando leyó una biografía de Diego Rivera: La fabulosa vida de Diego Rivera (1963), escrita por Bertram Wolfe. En ella, un breve capítulo retrata la relación entre ambos: un tiempo en París, la vida artística y los cambios de las vanguardias, los meses de separación, el viaje de Angelina a México y su último encuentro.

Una carta, transcrita por Wolfe, con fecha del 22 de julio de 1922, escrita por Angelina a Diego, es lo que llama la atención de Poniatowska y lo que la impulsa a escribir la novela[1]. Utilizando, además, fuentes biográficas logra recrear, a manera de testimonio, un epistolario amoroso compuesto por doce cartas que narran el tiempo de separación entre Angelina y Diego después de que el pintor regresara a su patria en 1921, tras la Revolución Mexicana. En ellas, Angelina adopta el seudónimo de Quiela, afectuosamente otorgado por su amante en la vida real.

La explicación no es otra que la del enamoramiento ciego, ese que a veces nos hace perder el rumbo.

Las cartas dan paso a la voz de una mujer desgarrada por el dolor de la soledad que intenta conversar con su amado ausente. De esta forma, en la lectura de dichas cartas, somos capaces de revivir el tiempo y la escritura en los que Quiela se ha condensado. La mujer independiente que buscaba su camino entre los trazos de sus propios pinceles, abandonará su forma hasta encontrarse perdida en el laberinto de su propio amor. La explicación no es otra que la del enamoramiento ciego, ese que a veces nos hace perder el rumbo.

Por ello mismo, la escritura que recrea Poniatowska es insistente: intenta reconstituir al que sufre por amor, pues, la ausencia de su amante lo ha desprovisto de vida y por ende, la única tarea posible de supervivencia para quien ha sido abandonado es preservar los recuerdos del amante. La Angelina que emerge de las cartas, aúlla entre las paredes de su estudio, solloza; reta ante su dolor su propia humanidad para sentirse viva.

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La primera carta inicia de la siguiente manera: “En el estudio todo ha quedado igual, querido Diego, tus pinceles se yerguen en el vaso, muy limpios, como a ti te gusta. Atesoro hasta el más mínimo papel en que has trazado una línea. En la mañana, como si estuvieras presente, me siento a preparar las ilustraciones…. Diego es grande y su vacío, monumental. Confinada al espacio del estudio, que antes fuera un hogar para ella y Diego, los recuerdos la sobrecogen. Falta de calor humano en una ciudad que no es más que escombros tras la guerra, Angelina trata de mantener la calma esperándolo, pero los pensamientos juegan en su contra.

En las cartas Quiela narra cómo desde su partida, los vínculos amicales se han ido debilitando y admite que algunos compañeros solo la buscan para tener noticias de Diego, lo que le da a entender que ella por sí misma carece de valor al faltarle el otro: “Yo acepto que no lo hagan por mí misma, después de todo, sin ti soy bien poca cosa, mi valor lo determina el amor que me tengas y existo para los demás en la medida en que tú me quieras. Si dejas de hacerlo, ni yo ni los demás podremos quererme”.

Una falta más grande aún la atormenta día a día: la muerte de su pequeño Dieguito. Dos años después de conocerse, Angelina y Diego tuvieron un hijo al que llamaron como su padre. Debido a las carencias económicas, el pequeño falleció a causa de una epidemia de meningitis con tan solo catorce meses. Su recuerdo es probablemente el más doloroso en la novela ya que no hay manera de regresarlo de la muerte.

Ante su desaparición, Quiela cuenta que a Diego casi no le importó y que prosiguió su trabajo liberado del llanto de su enfermedad: “El niño cuya cabeza se perdía entre las sábanas llegó a ser todo cabeza y a ti te horrorizaba ese cráneo inflado como un globo a punto de estallar. No podías verlo, no querías verlo”. El verse impedida en su rol de madre, en primer lugar por la muerte del hijo y luego ante la ausencia del otro, es también otro de los motivos de su desgarramiento pero también la partida de su cuestionamiento: “Siempre quise tener otro [hijo], tú fuiste el que me lo negaste. Me duele mucho, Diego, que te hayas negado a darme un hijo”.

Abatida por sus pensamientos, Quiela se desnaturaliza en su propio estudio, único resquicio de su amor con Diego. Lo llama, lo anhela y le escribe obsesivamente. Se abandona para entregarse por completo a su pensamiento: sueña con los mitos mexicanos, con la gente alegre de su tierra, con la promesa de una redención bajo el cielo azul de una patria que le es ajena pero que ha terminado adoptando: “Mira, Diego, durante tantos años que estuvimos juntos, mi carácter, mis hábitos, en resumen, todo mi ser sufrió una modificación completa: me mexicanicé terriblemente y me siento ligada par procuration a tu idioma, a tu patria, a miles de pequeñas cosas y me parece que me sentiré muchísimo menos extranjera contigo que en cualquier otra tierra”.

Delira hasta la enfermedad. La pobreza y la desesperación de no obtener respuesta a ninguna de sus cartas la inducen a una crisis nerviosa e incluso desde allí sigue buscándolo: “Pensé que tu espíritu se había posesionado de mí… que este deseo febril de pintar provenía de ti y no quise perder ni un segundo de tu posesión. Me volví hasta gorda, Diego, me desbordaba, no cabía en el estudio, era alta como tú… mi caja toráxica se expandió a tal grado que los pechos se me hincharon, los cachetes, la papada, era yo una sola llanta… ¡bendita fiebre!, había que aprovecharla, vivir esta hora hasta el fondo, te sentí sobre de mí, Diego, eran tus manos y no las mías las que se movían”. Quiela goza su fiebre al borde de la muerte porque es un medio para llegar a Diego.

Existe en Quiela un último lugar en donde buscarlo –la pintura– y en donde paradójicamente termina encontrándose a ella misma. Empieza a pintar y a trabajar en bocetos para la revista Floreal y el trabajo le da una nueva perspectiva pero la dependencia sigue siendo absoluta y escribe a Diego para pedir su opinión sobre sus grabados. Cuestiona su talento como artista, piensa que ella nunca será (una gran artista) porque Diego ya lo es todo (el gran muralista, el pintor de éxito):

“Ahora sé que se necesita otra cosa. Darme cuenta de ello, Diego ha sido un mazazo en la cabeza y no puedo tocarlo con el pensamiento sin que me duela horriblemente. Claro, prometo, prometo pero ¿prometo desde hace cuánto? Soy todavía una promesa… sé que tú eres ya un gran pintor y llegarás a serlo extraordinario, y yo tengo absoluta conciencia de que no llegaré mucho más lejos de lo que soy”.

La imagen todopoderosa de Diego irá cayendo junto con su idealizado amor mientras Quiela esboza y comprende su situación actual de abandono, aunque jamás se resigne a dejar de quererlo.

De todas formas, es el arte en su proceso creativo, el que la ayuda a dilucidar ciertas verdades sobre Diego. Harta de ser comprensiva y sumisa, entiende que este no le escribe porque no la ama: “Diego no es un niño grande, Diego solo es un hombre que no escribe porque no me quiere y me ha olvidado por completo”. Entonces, formula una pregunta: “¿Ya no me quieres, Diego? Me gustaría que me lo dijeras con toda franqueza.” La imagen todopoderosa de Diego irá cayendo junto con su idealizado amor mientras Quiela esboza y comprende su situación actual de abandono, aunque jamás se resigne a dejar de quererlo.

Poniatowska culmina este proceso devolviéndonos a la realidad al incluir la única carta original fechada bajo el 22 de julio de 1922, la misma que encontró en el libro de Wolfe. Esta expone el desenlace de ese trance obsesivo por encontrar a Diego, en donde Quiela escribe resuelta a dejar de escribirle, al aceptar la distancia y reafirmar su posición frente a la pintura como el único oficio que la impulsa a vivir, a pesar de la pobreza. La despedida es triste y aunque parece clara, la postdata revela que el amor excede a la razón e insiste: “P.S ¿Qué opinas de mis grabados?”.

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Un epígrafe al final de la novela, cuyos datos son tomados del libro de Wolfe, indica que Angelina volvió a cruzarse con Diego en su visita a México en un concierto en Bellas Artes y que este, al pasar por su lado, ni siquiera la reconoció. En efecto, Angelina llegó a pisar la tierra que tanto anhelaba conocer en 1932 –algo más de diez años después de ver a Diego por última vez– no con la intención de buscarlo sino en el afán de conocer todas las cosas bonitas de las que le había hablado.

Con ayuda de sus amistades, entre ellos el famoso pintor muralista David Alfaro Siqueiros, supo descubrir el arte popular mexicano y vivió en ese país con un salario del gobierno debido a su interés en impulsar la imaginería mediante el teatro de marionetas, el grabado y otras disciplinas. La gran mayoría de su obra reside hoy en México y aunque tuvo éxito, nunca tuvo acceso a los mismos círculos que mantenía Rivera y ello le acarreó, en cierta medida, ciertas limitaciones.

Bertram Wolfe narra que en el verano de 1936, Angelina tuvo el deseo de regresar a París, el lugar que consideraba su verdadero hogar, y al necesitar dinero para el pasaje acudió a él para preguntarle dónde podía encontrar a Diego. Fue a buscarlo para pedirle que escribiera su firma en unos grabados que ella misma hizo y así poder venderlos con facilidad. Aún sin quererlo ya, necesitaba de Diego para poder sobrevivir. Muchos años después retornaría a México para quedarse por siempre, hasta su muerte en 1969.

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La anterior es una historia de marginalización: un amor mal correspondido, una dependencia afectiva y económica, y la huella del mal trato. Poniatowska entendió bien que al escribir esta novela escribía una contrahistoria; le concedía a Angelina la oportunidad de dejar de ser “el pájaro azul y angelado” que elevaba Diego, para mostrar ante sus lectores la subjetividad de una voz femenina que se confronta a sí misma en un proceso de abandono, una crisis brutal.

Angelina es el ángel obsesionado –y por ello menos ángel– que subvierte su figura domesticada en la búsqueda de su propio deseo, que la hace más humana y por ende más real. Ella es la que cuestiona la figura masculina y arquetípica de Rivera para develar las falsas raíces de su relación: el descuido, el desamor hacia ella y su pequeño hijo, y su desinterés[2]. Esta novela es un espacio para cuestionar el lugar de las mujeres frente a los ideales del machismo, representado en la figura apoteósica de Diego Rivera, que terminan moldeando ciertas relaciones y marginando la posición de las mujeres. Angelina, maltratada por el olvido de Rivera y dejada a su suerte en París, fue una víctima de su indiferencia. Pero lejos de recordarla como tal, vuelve en las páginas de Poniatowska para recordarnos a nosotros mismos la facilidad con que a veces, guiados por el mal amor, perdemos la forma humana.

Esta novela ha sido reeditada por la editorial española Impedimenta en el 2014 y en Lima pueden encontrarse algunos ejemplares en librerías, como en la Librería Sur. Precio S/. 52

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[1] Existe una colección de seis cartas escritas en francés y encontradas entre las pertenencias de Diego Rivera al morir, que hoy se encuentran en el Museo de Frida Khalo en Coyoacán, en el DF, en la que la última carta, que es la que parece citar Wolfe, tiene como fecha el 2 y no el 22 de julio de 1922. Poniatowska toma para su versión la misma fecha que incluye Wolfe en su libro.

[2] Poniatowska recibió muchas críticas al escribir esta novela pues, naturalmente, la imagen de Diego Rivera, el ídolo de la pintura mexicana, es aquí cuestionado. Es necesario mencionar que Poniatowska, aunque de origen ruso y nacida en Francia, llegó muy pequeña a vivir a México, la patria de su madre, así que Diego Rivera es también parte de su cultura. Al respecto, vale la pena revisar el cuento “Diego, estoy sola, Diego ya no estoy sola” en donde la voz de Frida Khalo, a manera de una despedida, reconstruye su imagen a través de la escritura. En este cuento, la imagen de Rivera también es cuestionada.


Gráfica por Estefani Campana

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