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Me viene a decir la carta 
que en mi patria no hay justicia 
los hambrientos piden pan 
plomo les da la milicia, sí. 

De aquellos días en que la memoria empieza a trabajar, son pocos los recuerdos, tal vez tres o cuatro. Uno de ellos es el de mi primer día de clases, en mi nido de clase media, tan lejos del campo. La maestra nos preguntó cuál era nuestra canción favorita, cuáles conocíamos. Yo me puse muy ansiosa, quería contarle de todas las canciones que mi mamá me cantaba. Cuando llegó mi turno, le dije que una de mis canciones favoritas era La Carta. Ni ella la conocía, ni mis compañeros, así que siguió con el niño del costado. Yo no entendía qué sucedía, yo quería contarles la historia de Roberto y la carta que le llega a su hermana por el correo temprano, donde le cuentan que cayó preso. Nadie me escuchó. Ese día llegué triste, porque tuve que decirle a mamá que nadie conocía a la Violeta.

El 4 de octubre de 1917, en Chile, nace Violeta Parra, una mujer que seguramente no pensó durante su humilde infancia que iba a llegar a ser un referente musical, la célula creciente de tremenda revolución en la música chilena, y que, en algún lugar del mundo, una niña que iba al nido de otra ciudad, con otra luz, iba a poner un casete para cantar sus canciones. Violeta Parra transformaba todo en su vida en arte y así atravesó fronteras. Nunca se denominó artista, pero llevó el arte a otro nivel, rescató lo popular para ponerlo en los ojos, oídos y sentidos de todos, y en los míos también.

Casete negro con una etiqueta blanca que decía con letra corrida “Violeta Parra”, así es que llegó Violeta a un departamento de Mirones, Lima. Ese casete sonó hasta que no dio más. Lo escuché mil veces en mi walkman tratando de reconocer cada tonada, cada palabra nueva, cada historia. Mi primer CD llegó desde Santiago de Chile, un concierto de Inti Illimani donde cantaban una versión de Run Run se fue pal norte, canción que Violeta dedica a Gilbert Favre, quién en 1966 se marcha a Bolivia y la deja. La canción me deja conocer más de Violeta, es la primera vez que me topé con ella no solo como una luchadora, como una impulsora de la cultura popular, aquella vez me topé con Violeta y sus sentimientos. El amor también ha sido una constante en las letras de Violeta Parra, el amor como una fuerza que da impulso a la lucha de clases o al arrullo de una madre, amor de ese que se siente entre los cuerpos y el amor que te deja. Violeta me abrió los ojos.

Violeta ha estado presente en cada aspecto de mi vida, también en la lectura. Cuando me dieron a leer La Araucana, no tenía más de 13 años. Iba avanzando con la obra de Ercilla, pero no me sorprendía, sentía que aquellos espacios, esos paisajes, esos nombres ya los conocía. Leía y sentía que ya hubiera estado ahí antes. Por supuesto, no eran novedad, porque yo había empezado hace años atrás mi camino al sur de la mano de Violeta. Con Arauco tiene una pena conocí de Lautaro y cada pueblo pequeño, cada recorrido por ese delgado país que es Chile lo hice a través del folclore que ella se empeñó en rescatar, del cual hizo un museo en la Universidad de Concepción, el Museo del Folclore, del que lamentablemente ya no queda registro.

Ella realmente soñó  sin límites y sin miedo de contar las injusticias y olvidos de su país, y a cien años de su nacimiento sigue vigente, no solo para Chile, para toda Latinoamérica. No solo fue cantante, aunque es su faceta más conocida, también fue una pintora, escultora, arpillera, poeta y folclorista. La primera latinoamericana en exponer en 1965 en el Palacio de Louvre sus trabajos de arpillería, esculturas y máscaras. La exposición Tapices de Violeta Parra se expuso en el palacio de arte de la capital francesa. Se trataba del arte de una mujer que no venía del mundo académico y que expuso la gama de colores araucana: amarillo, negro, violeta, rojo, verde y rosado, la misma gama que nos transmite en sus letras.

Y pa’ cantar a porfía
habrá que ser toca’ora,
arrogante la cantora
para seguir melodía,
galantizar alegría
mientras dure ’l contrapunto,
formar un bello conjunto,
responder con gran destreza:
yo veo que mi cabeza
no es capaz par’ este asunto

Décima I: Pa’ cantar de un improviso 

Era la hija de Nicanor Parra, profesor de música, y de Clarissa Sandoval, campesina y costurera . Su infancia transcurrió en el campo entre las ciudades de Lautaro, Chillán y Villa Alegre. Es en Lautaro donde Violeta empieza a ser la sobreviviente que sería el resto de su vida. Ella se sobrepone al sarampión que mata a varios en Lautaro y que en ella dejaría marcas que la acompañarían el resto de su vida. Llega a Santiago de Chile por su hermano Nicanor Parra, el antipoeta, y es ahí donde empieza su carrera de forma decidida cantado en salones de barrio. En 1953 graba uno de sus temas más conocidos, El casamiento de los negros. Violeta no solo se dedicó a cantar, para construir su arte ella recorrió Chile y es ahí donde conoció el talento popular, recuperó cuecas y tonadas pérdidas, y pudo conocer con sus propios ojos las penas del chileno, constituyendo en ella un compromiso total de denuncia.

Gracias a su talento y a su constante batalla por sobrevivir, recorre el mundo y canta para que otros conozcan las canciones y la realidad del minero, del obrero, de las mujeres de la pampa, de los niños del campo. Recorrió Europa: primero Varsovia, luego conoce la Unión Soviética y París. Es en esta ciudad donde se entera de la muerte de su hija Rosita Clara. Vuelve a Chile en 1957 y junto a sus dos hijos, Carmen Luisa y Ángel se mudan a Concepción. Nuevamente emprende un nuevo viaje en 1961 a Argentina, desde donde parte a Helsinki para participar en el VII Festival Mundial de la Juventud y los Estudiantes. Luego de otro recorrido por Europa, se vuelve a instalar en París, donde hace varias presentaciones como cantante, pero también como arpillera, bordadora y escultora. Se vuelve una figura emblemática en el Barrio Latino, desde ahí lanza el disco Recordando a Chile (también conocido como Una chilena en París). En este disco incluye temas como Paloma Ausente y Arriba quemando el sol.

En esta ciudad, conoce a Gilbert Favre, antropólogo y musicólogo, de quien se enamora. Esta relación dura casi cinco años entre París y Ginebra hasta que ambos vuelven a Sudamérica. Él parte para Bolivia y Violeta enrumba nuevos proyectos: en La Reina instala La Carpa para la promoción del folclore. Durante esos años de amor con Favre compone Corazón maldito, El Gavilán, Qué he sacado con quererte, piezas que siempre llevan de la mano el amor y el dolor, pero es un lamento de supervivencia. Con esa misma pasión con la que amaba, con la que trabajaba, compone sus Décimas autobiográficas, con un talento y poesía que aún representan un misterio para todos aquellos que día a día nos queremos acercar más a Violeta. Este trabajo poético es un recorrido por su vida y por su entorno.

La suerte mía fatal
no es cosa nueva, señores;
me ha dado sus arañones
de chica muy despiadá’.
Batalla descomunal
yo libro desde mi infancia;
sus temibles circunstancias
me azotan con desespero,
dejándome años enteros
sin médula y sin sustancia.

Décimas 9: La suerte mía fatal

A Violeta nada ni nadie la pudo reprimir. No importaba la diferencia de edad, idioma o color. Esta es la otra Violeta que conocí de grande, la mujer que siente y se enamora. Violeta, la mujer que decide. El 5 de febrero de 1967, Violeta decidió quitarse la vida. Tenía 49 años. A pesar de haber cantado su agradecimiento a la vida, ella nos dejó. Tal vez por amor, tal vez por una fuerte depresión, tal vez por ambas cosas. Descubrir su muerte me dolió, pero también me dio una gran sensación de admiración. He oído a mujeres, las mismas que me enseñaron de Violeta, decir que era una gran artista, pero que es una pena que fallara como madre, como si el hecho de dar vida fuera lo único que nos define como sujetos femeninos. Tal vez, porque se cree que este tipo de amor es el más sincero e inconmensurable, pero si cada uno tiene una forma de amar, entonces la maternidad no puede ser de un solo tipo.

Hoy a 100 años de su nacimiento, Violeta no se libra de las etiquetas. Yo desde este espacio pequeño y sencillo creo que Violeta rompe etiquetas, que no puede ser juzgada desde un solo punto de vista como madre o como amante. Es, más bien, toda una complejidad, un misterio que envuelve cada vez que uno trata de acercarse a su arte. Es una mujer que decidió sobrevivir mientras ella quiso. Ella fue una mujer capaz de defenderse y decidir por sí misma, incluso en un país y en una sociedad donde las decisiones femeninas son juzgadas y castigadas.

Ella no solo combatió, abrió un nuevo camino para hombres y mujeres. Decidió hablar siempre de lo verídico y lo real de Chile, y le abrió paso a la Nueva Canción Chilena. Yo les hablo de Violeta desde su música, desde lo que ella me hizo sentir, porque en cada una de sus letras uno encuentra un goce de vivir, en una lucha constante que debe alimentar el día a día de los sujetos. Ante la marcha de sus pies cansados, ella nos dejó, pero su música nos acompaña. En esta sensación de compartir un horizonte es que radica la belleza del arte de Violeta, un arte que no parte de lo culto o lo intelectual, que no surge de un mundo letrado. Ella cultivó la tradición oral de forma individual, pero profundamente enraizada en una tradición popular. Violeta se refugia en la posibilidad universal de la música. Violeta es universal.

Me volví para Santiago
Sin comprender el color
Con que pintan la noticia
Cuando el pobre dice no
Abajo, la noche oscura
Oro, salitre y carbón
Y arriba quemando el sol

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