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Ella, no pasa de 1.55 centímetros. Él, 1.80. Ella, trenzas negras, viste blusa, pollera y lliclla de colores claros. Él, cabello corto, entrecano, viste saco y pantalones oscuros, lleva una muleta que a veces usa como un báculo. Ella, campesina quechuahablante; él, general de brigada del Ejército en retiro. Ella, miembro del comité de autodefensa de su comunidad durante la guerra interna en Huanta, Ayacucho; él, exministro del Interior y excandidato a la presidencia del Perú. Ella, testigo protegida; él, sindicado como asesino del periodista Hugo Bustíos. A ella, el periodista la llamaba “Negrita”. A él se le conocía en Huanta, en los años de la guerra, como el “capitán Arturo”. Ella se llama Isabel Rodríguez Chipana; él, Daniel Urresti.

Es lunes 29 de enero del 2018 cuando la Negrita y el capitán Arturo están frente a frente en la Sala Penal Nacional en el Centro de Lima, y se miran a los ojos. Es el careo sobre los puntos de controversia del proceso judicial que proviene del año 2015. Ella dice no olvidar esas cejas, esa mirada. Él es cínico, histriónico, se ríe, actúa para las cámaras. Ella es firme, su diglosia podría ponerla en desventaja, pero lo que para nosotros, pobres hablantes de castellano en un país plurilingüe, son errores gramaticales, en ella cada “error” resuena, se hace cuerpo. La prensa toma fotos, filma o transmite en directo. Público presente y prensa casi se mezclan si no fuera por esas enormes cámaras de filmación que no dejan ver nada a aquellxs que están atrás. Estamos en una sala pequeña y caliente, y tengo una sed enorme. Todos los sitios están llenos, la jueza pide al personal de seguridad que saquen a aquellxs que exceden el aforo de la sala, pero nadie se mueve.

Esta historia comenzó hace 30 años. El 24 de noviembre de 1988, la señora Isabel Rodríguez fue testigo de la muerte de Hugo Bustíos, corresponsal de la revista Caretas. El periodista y su colega Eduardo Rojas Arce fueron emboscados por una patrulla del Ejército en Erapata, provincia de Huanta, Ayacucho. Rojas Arce sobrevivió al atentado, mientras que Bustíos fue rematado con una granada de guerra. Dos días después de estos terribles eventos, el 26 de noviembre, luego de que fuera detenida junto a 17 pobladores, fue violada por el capitán Arturo: “Me llevó a una carpa… terruca conchatumadre. Yo le miraba con miedo. Le bota a mi hijo… me tumba al suelo y se abusa de mí. Sus palabras, sus gestos, nunca le voy a olvidar, porque a mí me ha hecho daño este señor”. Luego, el 1 de diciembre, una patrulla ingresó a su casa, y allí la violó por segunda vez: “En ahí Ud. me abusaste… Me has amenazado hacerme polvo y cenizas”. En ese momento, Urresti era jefe de Inteligencia del cuartel de Castropampa, en Huanta. Y la violación como recientes estudios han demostrado ha sido y es un arma contra las mujeres, sobre todo en tiempos de guerra. En la conferencia de prensa, dos días después del careo, ha denunciado a Urresti por violación sexual, allí dijo: “Ese hombre no tiene corazón, no tiene alma”, “cuántas mujeres se han callado como yo”.

Un silencio de 30 años.

Restos, cuerpos anónimos, historias de la guerra; juventudes perdidas, “guerra sucia”, crisis económica, juicios injustos, sangre. Los cuerpos de los sobrevivientes hablan. Las mujeres han sido testigos, víctimas y victimarias en la guerra. Viudas, madres sin hijxs; en el campo, muchas han tenido que empuñar un arma, sea para defenderse, sea para atacar.

Los cuerpos hablan. La primera imagen parece rotunda, la mujer del campo, la Negrita, va a morir en la ciudad letrada. Él se acerca y se aleja, la mira fijamente casi con sorna. Ella mueve los brazos cuando habla, se ofende por las palabras de Arturo, pero no tiembla y ratifica su denuncia: “En ahí, usted disparaste al señor Hugo que pasó en moto [lineal]. El señor Hugo dijo «no disparen, no disparen, somos periodistas»”. Ella no es la mujer sumisa que muchos esperan ver, es una mujer aguerrida. Hay que ser valiente para enfrentar a alguien de poder y con poder, hay que ser valiente para confrontar a aquel que te violó y te torturó: “Yo no te tengo miedo. Yo me voy a defender”. En Twitter, veo una foto suya del archivo de Caretas en b&n, una mujer joven, delgada. Ahora su complexión es más gruesa, rica en experiencias, no tiene miedo de sus palabras. Sabe lo que quiere: “yo acá vengo con las verdades”.

Para él, ella es el cuerpo terruqueable, se lo dice todo el tiempo sin que medie palabra alguna de parte de los representantes del Poder Judicial. En cambio, la jueza va del paternalismo al tutelaje: “No se puede hacer uso excesivo de una alegación que por el grado cultural también de la testigo no podría señalar ciertos datos propios de la vida militar”, es decir, la testigo no tiene el mismo nivel educativo que el acusado. O, más adelante, alza la voz sin sentido cuando la testigo quiere mostrar una foto: “Escúcheme señora, Ud. no está en un lugar donde usted puede hacer lo que usted quiera”. Entonces, me pregunto qué es y cómo se mide el conocimiento, porque yo tampoco sé demasiado de la vida militar y tengo un grado de instrucción superior según mi DNI, mientras que la señora Isabel habla tranquilamente del tiempo en el campo, de la cosecha de alfalfa. Sin embargo, nadie le pregunta al inculpado si sabe qué es la alfalfa y cómo se cosecha, y yo, qué va, no podría ni reconocerla en el mercado.

En el careo no hay tregua. Arturo repite una y otra vez: “Usted era terrorista… Ud. era mando local”. La Negrita, harta: “No soy terrorista. Soy autodefensa. Métete a la cabeza”.

¿Puede la subalterna hablar? Sí, lo terrible es que siempre a riesgo de su vida. La mujer indígena, andina, campesina, sigue interpelándonos. Si es sumisa, es abusada; si es “respondona”, es sospechosa, subversiva, y hay que disciplinarla. Yo me quedo con esta potente imagen de las señora Isabel, una mujer indígena hablando en la lengua del colonizador, una sobreviviente frente a su abusador, un hombre criollo de poder: “Ud. cállate, señor, no me interrumpa”, tal como tantas veces se lo han dicho a ella. No me queda más que oírla con respeto y en silencio. Lxs que aprendemos somos nosotrxs, señora jueza.

 


Fotografía de Rosana López Cubas

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