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Si el patriarcado no existiera, y no fuera un sistema de poder, no molestaría tanto que nos atreviéramos a leer y a escribir como nos diera la gana. Pero la crítica literaria feminista da miedo porque cuestiona, no la valía de las obras, sino qué visiones del mundo, de las mujeres, de la raza, de la clase y del poder hay detrás de los textos y sus lecturas. Y eso sí es una amenaza, no contra la literatura sino contra el patriarcado.

Es verano de 1996. Tengo 17 años y, al volver, en septiembre, voy a comenzar la universidad. He tenido una vida fácil, cómoda y feliz. No sé lo que es el machismo, ni me interesa. Estoy de vacaciones con unas amigas en una playa del norte de España y conozco a un chico. Se llama Alejandro, y me parece el más guapo e interesante del universo. Tiene 24 años, un perro que se llama Argos y le encanta leer. Le miento y le digo que soy mayor. Que ya estoy en la universidad. No quiero que piense que soy una niña. Quedamos tres o cuatro días, antes de que acabe el verano. Me regala “Trópico de Cáncer” de Henry Miller. Durante un par de años, Henry Miller se vuelve la construcción de mi identidad. Yo soy Henry Miller. Yo quería ser original, brillante, escritora, renegar del baboso amor romántico y tener miles de amantes. Y de pronto, comprendo que yo no soy él. Que que yo, para el mundo, lamentablemente soy “ellas”. Quizás “bonita, insustancial, teatral, infiel, malcriada y consentida”. Que me encontraré a chicos que tal vez harán cosas “con el único fin de molestarla y humillarla”. Que posiblemente me describirán “como perra en celo, (…) retorciéndose como gusano en un anzuelo”.

Un día, otro novio me regala otro libro. “Política sexual” de Kate Millett. En 1968 Kate Millett agarraba ese mismo párrafo de Henry Miller y me decía, a mí, treinta años después, que eso era el patriarcado. Que esa representación de las mujeres era política. Y que el sexo es político. No me extraña que esta, su tesis doctoral, no la quisieran publicar. Pero lo consiguió.

Volvamos atrás, muy atrás. Es 1959 y un escritor, Norman Mailer, dos veces premio Pulitzer, eterno candidato al Nobel, casado seis veces, y a un año antes de apuñalar a su segunda mujer (sí, apuñalar a su segunda mujer en la realidad y no en la ficción), escribe en “Advertisements to Myself”, este precioso párrafo:

“Tengo una terrible confesión que hacer: no tengo nada que decir sobre ninguna de las mujeres de talento que escriben hoy. No consigo leerlas, sin duda tengo un problema. De hecho dudo que haya una mujer escritora realmente excitante hasta que la primera puta se convierta en una prostituta de lujo y cuente su historia. Aun a riesgo de crearme una docena de enemigos de por vida, sólo puedo decir que el olor que me llega de la tinta de las mujeres siempre me huele a fantasioso, sombrero viejo, minúsculo, psicótico, minusválido, frígido, barroco, maquillado como capricho de un maniquí o brilloso y fracasado. Como nunca he sido capaz de leer a Virginia Woolf y a veces quiero creer que eso es posiblemente culpa mía, este veredicto puede ser justamente considerado como la lengua viperina de un pésimo gusto, al menos por aquellos lectores que no compartan conmigo la línea de base: que un buen novelista puede prescindir de todo menos de sus pelotas”.

En 1959, además de su detestada Virginia Woolf, ya habían publicado por supuesto las hermanas Brontë, Jane Austen, Emilia Pardo Bazán o Katherine Mainsfield. Pero también Doris Lessing –premio Nobel– Alejandra Pizarnik, Ann Petry, Nadine Gordimer –también premio Nobel– y muy pocos años después publicarían Margaret Atwood, Ursula K. Leguin o Lucía Berlin, entre muchas otras escritoras profundamente diversas entre sí, pero metidas en el mismo saco de sombreros viejos, una metáfora que sin duda le debió parecer muy ingeniosa. La ignorancia y desprecio de Mailer no es extraña. Escritores abiertamente misóginos y premiados han existido siempre. Sí es más llamativo, más bien, que en 1971 el mismo Mailer escribiera una obra completa, “Prisionero del sexo”, como respuesta a Kate Millett, que se puede resumir en esta inconfundible frase suya: “Una chucha, por muy mal que huela, es uno de los símbolos primeros de la conexión entre todas las cosas”. Mailer sentía que tenía que contestar vigorosamente con su visión del mundo a “Política sexual”, porque ahí Kate Millett desmenuzaba la violación anal a su criada por parte de un hombre que acaba de matar a su esposa. Tal vez porque se sentía desnudo y sabía que Kate Millett iba a producir el efecto que produjo en mi yo adolescente: desvelar el truco.

Millett analiza también a D.H. Lawrence y a Jean Genet. Y subraya cómo la lectura del sexo en las obras literarias de estos autores –sin negar, dice, en el caso de D.H. Lawrence, “su originalidad y sus indiscutibles cualidades artísticas”– muestra una construcción de género patriarcal. Y el sexo, y obviamente su representación, es, como les decía, política: “es tal vez la ideología más profundamente arraigada en nuestra cultura por cristalizar en ella el concepto más elemental de poder”.

Quienes leemos somos creadores en cierto modo. Retomamos las palabras del autor, de la autora, y con ello creamos una nueva historia. La nuestra.

¿Por qué Millett parte, para su tesis política, del análisis de obras literarias muy celebradas en su época y aún hoy consideradas canónicas? Porque sostiene que la crítica literaria no debe limitarse a la forma de un texto, sino a cómo es percibida por la sociedad y su relación en la historia. La representación de la realidad, dentro de la ficción, construye las interpretaciones de la realidad. Y merece la pena que la analicemos.

Esta postura sobre crítica literaria de Millett no es nueva. Ya Umberto Eco lo había enunciado en su celebrada “Obra Abierta”, de 1962, donde inscribe el papel del lector o lectora como contribución a la construcción del significado de la obra. Quienes leemos somos creadores en cierto modo. Retomamos las palabras del autor, de la autora, y con ello creamos una nueva historia. La nuestra. Esa es la condición brillante de la literatura como sistema de comunicación, como diálogo.

Durante los años 70 y 80 proliferó la crítica literaria feminista, coincidiendo con el auge de la segunda ola del feminismo. Autoras como Millett, desde luego, pero Julia Kristeva, Helene Cisoux, Luce Irigaray, o Nina Berberova en Francia vinculándola con el psicoanálisis, o Jean Franco, Josefina Ludmer, Nelly Richards en Latinoamérica, y Gloria Anzaldúa y Cherry Moraga como mestizas, en “zonas de frontera”. Con infinidad de matices, profundizan en una crítica basada en que una obra parte de un contexto, y evidentemente quien la crea enuncia desde su posición: racialización, clase, nacionalidad, género. Y quien la interpreta también. No es lo mismo una lectura de Lolita en 1960 en Estados Unidos que en 2018 en Perú (donde, por cierto, en el terreno de la realidad y no de la ficción, sigue habiendo más de tres mil denuncias anuales por abuso sexual a niñas y a adolescentes), salvo que hagamos, como proponen algunos, abstracción de la realidad que nos rodea, de nuestro lugar de enunciación y leamos simplemente un significante después del otro, convirtiéndonos en una marea homogénea de seguidores de cánones. Cánones, por cierto, que rara vez incluyen a mujeres autoras y, si las incluyen, “no han sido puestos en diálogo con los textos escritos por varones”(1). Los textos literarios de mujeres juegan en otra liga. Y sus cuestionamientos de la realidad no dialogan con los de sus coetáneos porque no son tenidas en cuenta. No se consideran interlocutoras válidas. La visión hegemónica es la otra.

Faltaría más.

sabemos y decimos

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Ahora son los noventa. Ya estoy en la universidad, pública, española. Estudio Filología Hispánica. Pero no estudiamos estos textos. Leemos a Harold Bloom. De Latinoamérica, concentramos toda la producción literaria, toda, en un semestre. Hay pocas profesoras. Hay poquísimas autoras a las que leamos. Me empiezo a preguntar si es posible averiguar si una obra la ha escrito una mujer o un hombre. Un profesor dicta un curso que introduce, tímidamente, la lectura queer de La Regenta de Clarín, porque había estudiado en Estados Unidos.

Me acuerdo de Henry Miller. Sigo sin definirme como feminista porque, a pesar de que hay textos feministas en Europa desde Christine de Pizan en el siglo XV, en los noventa, en mi entorno, no se habla de feminismo. Pero sí empiezo a tener claro que quiero leer a autoras mujeres, me interesan sus voces, y sí me fijo en el papel de las mujeres en las obras, clásicas y contemporáneas.

Y leo. Y descubro a Margaret Atwood, que finalmente ahora recoge el éxito que se merece, a Herta Muller, a Elfriede Jelinek (de nuevo, dos Premio Nobel de literatura de los escasos 14 otorgados a mujeres en 115 ediciones), a Anais Nïn, Belén Gopegui,  y ya más adelante a Carmen Ollé, Samanta Schweblin, a Mariana Enríquez, a Claudia Ulloa, Valeria Luiselli, Claudia Salazar Jiménez, Victoria Guerrero, Marta Sanz, Valeria Román o Selva Almada, por decir algunas de las más recientes que escriben en castellano.

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Pareciera que hoy cada vez hay más escritoras en los catálogos de las multinacionales editoriales, y que cada vez son más visibles. Faltaría más en 2018. Pero, de repente, un día aparece un artículo de Mario Vargas Llosa que dice que el feminismo “constituye la más resuelta amenaza a la literatura”. O enfurruñadas y misóginas voces que se levantan sobre la premisa falsa de que la literatura está en peligro por el feminismo. Y todas ellas nos devuelven a esos tiempos donde Mailer afilaba los cuchillos para ridiculizar y ningunear tanto a las mujeres que escriben como a las que leemos.

No es inocente ni casual. Es una respuesta para “colocarnos en nuestro lugar” en un momento en el que se percibe que efectivamente el patriarcado corre el riesgo de ser desmontado piedra a piedra. Ya Sor Juana lo había dicho en 1691 a través de su Respuesta a Sor Filotea, como recoge Josefina Ludmer, crítica literaria feminista argentina, en 1984: “Saber y decir, demuestra Juana, constituyen campos enfrentados para una mujer; toda simultaneidad de esas dos acciones acarrea resistencia y castigo”(2).

El problema es que, hasta ahora, esas voces mailerianas casi lo consiguen. Cíclicamente, ejercen esa resistencia y castigo sepultando, a través de críticas banales, la historia y la producción tanto literaria como crítica feminista. A través de falsas polémicas como “el ataque a la literatura”, “el puritanismo” o “la destrucción del arte”. Nadie ha hablado nunca de prohibir libros, más bien quienes han ejercido la censura han sido hombres, siempre. A través de todo ello, invisibilizan siglos de producción literaria y crítica de mujeres para mantener el status quo patriarcal y preservarlo de las voces de las otras: mujeres, pero también voces subalternas, racializadas, decoloniales que, si entran en el canon, son como contadísimas excepciones a una regla férrea no escrita pero defendida a capa y espada bajo el paraguas de “La Literatura” con mayúsculas.

El tema de fondo es el de siempre. Al macho patriarcal aunque se vista de Nobel le molesta que hablemos, le molesta que opinemos, no le interesa lo que escribamos.

El tema de fondo es el de siempre. Al macho patriarcal aunque se vista de Nobel le molesta que hablemos, le molesta que opinemos, no le interesa lo que escribamos. No es nuestro papel porque nuestro papel es “coser las medias de nuestros maridos, y si no tenemos, las del criado”, como ya ironizaba Rosalía de Castro. Y, si hacemos crítica literaria señalando que Camus carece de personajes femeninos, lo cual es un hecho sorprendente y no niega la valía de su obra, o que Lolita no es una historia de amor, como osó decir Laura Freixas, o recuperamos la categoría de “mujer homogénea” que usa Spivak para decir esas mujeres sin dimensión que pueblan las obras literarias de señores que no saben dibujar un personaje femenino que no sea comparsa en sus obras, cunde un cierto pánico.

La buena noticia es que, como se vio en la huelga feminista en España de este ocho de marzo, con más de cinco millones de mujeres secundándola, o en la realidad diaria, con sus particularidades, en todas partes, las mujeres estamos cada vez menos dispuestas a callar y sonreír, y más a saber y decir y decir que sabemos. Y da miedo porque efectivamente es un ataque al orden patriarcal, y efectivamente es político. Qué leemos y desde dónde leemos, cuestionar las lecturas de las grandes obras canónicas y no su valía, reclamar nuestro espacio público y nuestras voces diversas, y reflexionar “cuáles interpretaciones se privilegian, qué agendas políticas se movilizan, cuáles son sus efectos y qué juegos de poder se juegan”, como enuncia Maria Teresa Garzón, producen esas reacciones categóricas y aparentemente banales, pero que por supuesto también son políticas.

Porque el feminismo es la lucha política por exigir que nos dejen de matar, que nos dejen de violar, que nos dejen de esclavizar, de ningunear y de invisibilizar y reclamar nuestro lugar en el mundo en igualdad de condiciones. Y en ello llevamos siglos y, aunque parezca mentira, no termina, porque hay quien sigue considerando que no va a renunciar a sus privilegios para que las mujeres ocupen el lugar que les corresponde, porque ese lugar, en la historia de la literatura, en su casa, en su cama, en las oficinas, los diarios y en la vida, es exclusivamente suyo y construido con un pie sobre nosotras mientras lavamos la ropa, cosemos las medias, criamos a los hijos y las más privilegiadas, cuando podemos, si podemos, leemos y escribimos. Y, si cuando leemos esas representaciones misóginas de la realidad, ya sabemos que las podemos cuestionar, ponemos en peligro los cimientos.

Como conclusión, les compartiré un dato: “El prisionero del sexo”, el texto con el que Norman Mailer contestó a Kate Millett en 1971, no ha sido reeditado desde el 85 y no por fantasmas de censura, sino porque no hay mucho interés en releer los desvaríos misóginos de un autor y su masculinidad herida. “Política sexual”, en cambio, sí, constantemente, tal vez porque el futuro de las obras es construido por los y las lectoras.

(1): Darcie Doll, Escritura/literatura de mujeres: crítica feminista, canon y genealogías, Universum, 2002.

(2): Las tretas del débil, Josefina Ludmer, 1984 en La sartén por el mango: Encuentro de escritoras latinoamericanas, Puerto Rico.  Recogido en Carolina Escobar, La crítica literaria feminista latinoamericana: genealogías  y relecturas, 2015.


Ilustración de Angi Lozano @collagessilvestres

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