Un amigo hace una reseña sobre escritores peruanos y cárceles. Le digo, al vuelo, allí falta una poeta. ¿Quién? Magda Portal. En 1934 fue sentenciada a 500 días en la cárcel de mujeres de Santo Tomás, un convento habilitado como reclusorio y regentado por monjas, en Lima. En su autobiografía señala que fue liberada “después de cumplir más de 475 días en prisión”. A veces, las cifras importan. El guardia que la recibió en el Real Felipe, espada de honor de Sánchez Cerro, no la reconoció, insistía en que “ella no parecía una revolucionaria, no tenía facha de serlo… Sí, replicaba yo, Ud. pensaba que yo debía ser una mujerona con un revólver en el bolsillo”. Al llegar al puesto, fue ella quien se tuvo que presentar. El guardia, entre incrédulo y nervioso, replicó: “¿Usted, usted es Magda Portal?” (119-120). No fuera que se le escapara una subversiva tan temible.
Mientras leía su autobiografía, pensaba en cuánto me había perdido. La conocemos por Mariátegui, quien en los 7 ensayos afirma que “le ha nacido al Perú su primera poetisa”. Eso fue en 1928, ella siguió publicando en libros y periódicos, y, luego de abandonar la militancia pero no la política, hacia finales de los años 40, se abocó otra vez a la literatura. En 2010 el Fondo de Cultura Económica, de quien fuera primero representante y luego directora de su primera sede en Lima, publicó su obra poética completa, mientras que, el año pasado, la Casa de la Literatura (CASLIT) montó una hermosa exposición sobre su vida y obra, Trazos cortados, y publicó el facsimilar de su maravilloso libro Una esperanza i el mar (Ed. Minerva, 2017) y su autobiografía La vida que yo viví, un documento valiosísimo que me ha llevado a indagar en la vida de esta escritora, política y activista.
Magda Portal vivió una vida intensa y trágica: desde pequeña aprendió la injusticia. Su madre, viuda, sobrevivió a la crisis económica que supuso la manutención de sus hijos. Con mudanzas de aquí para allá, a la muerte del padre, la madre tuvo que arrendar la casona del Callao en la que vivían, pero el inquilino no pagaba y decidieron regresar a tomar posesión de uno de los departamentos. Ante ello, un juez ordenó la desocupación del inmueble, hecho que la poeta narra así: “El juez, muy ceremonioso, colocó un candado en el portón de entrada y se quedó mirándonos a los 4 huérfanos que habían sido arrojados de su casa. No me contuve, con una piedra y entre gritos de rabia, rompí el candado en presencia del juez que no supo qué hacer” (51). Ese fue su primer grito de guerra.
Su segundo aprendizaje fue cuando ganó el primer premio de los Juegos Florales de San Marcos. No pudo recibirlo como se debía, pues estos habían sido concebidos al “estilo medioeval” para que el poema fuera dirigido como homenaje a una mujer, y, ya que la ganadora era ella, “no era dable que le cantase a otra mujer”, tal como se lo explicó el poeta José Gálvez, uno de los miembros del jurado, y, aún más, le pidió que cediera su premio al segundo lugar, al poeta Jorge Guillén. Los jurados inventaron un “premio especial” para Loreley, ese era su seudónimo, y el primer premio fue concedido al que había homenajeado nada menos que a una de las hijas del dictador Augusto B. Leguía (1919-30). Magda Portal no quiso participar de este acto, y abandonó la premiación, porque “no estaba dispuesta a continuar la comedia”, y, más adelante, sobre este episodio afirma que le significó “la primera discriminación por ser mujer, en mi calidad de intelectual poeta. Muchas veces más debí sufrir esta marginación” (62).
Magda Portal vivió una vida de tristezas: su hija se suicidó a los 23 años de un tiro al corazón; su expareja, el poeta Serafín del Mar, estuvo preso 10 años al ser acusado de subversión; al salir de prisión, se separaron y el poeta se fue a vivir a Chile. Una vida de viajes y exilios a la que sometió el dictador Leguía a sus opositores: Bolivia, México, Cuba, Las Antillas, Colombia, etc., allí leía poesía y daba charlas. Una vida de persecuciones y escondites: a su regreso, convertida ya en una famosa intelectual, vivió expuesta a las persecuciones contra los líderes del Apra en el gobierno de Sánchez Cerro (1931-33), y empieza su intenso recorrido por el Perú, en el que encuentra a muchas mujeres interesadas en la política, y las recluta para el Apra, mientras se mantiene como amiga de aquellas afiliadas al partido comunista: “La bondad de las mujeres y su compresión hacían menos penosas las dificultades materiales” (115).
Amiga y discípula de Mariátegui, luego de Haya de la Torre, afiliada al partido aprista, vivió la política en las calles y en la Academia. Su vida como militante y activista feminista la recuerda en una entrevista en 1981 en la Universidad de Berkeley; allí habla sobre la Convención de Mujeres Apristas en 1946: “llegaron mujeres de todas las clases sociales… de la clase media, campesinas, obreras y maestras de todo el Perú. Estuvieron concentradas ocho días en Lima. Un día les habló Haya de la Torre, les habló de los deberes de las mujeres en el hogar. Cuando se fue les pregunté: ¿De qué quieren que hablemos? De marxismo. Era una demostración bárbara contra él… Ellas querían saber qué cosa era la política y el marxismo del que tanto habían oído… En el segundo congreso (1948), Haya declaró que no podíamos ser miembros activos del partido, después de 20 años de lucha, porque no teníamos estatus legal… éramos nada más que simpatizantes, cosa que me hirió tremendamente. Pedí la palabra… Haya me dijo ‘no hay nada en discusión’. Yo le dije sí, pido la palabra…Yo me levanté de mi asiento y me fui con unas cuantas compañeras, pero no volví nunca más al partido”.
Asimismo, en el libro Ser mujer en el Perú (1978), testimonia sobre el acoso en sus viajes, sobre las historias amorosas que le inventaban para empañar su imagen: “Me inventaban amores con este o el otro líder. Una vez me publicaron una fotografía trucada donde yo tenía no sé cuántas caras y me besaba con todos los líderes”. Una vida que sobrevivió a todo ello. La poeta empieza su autobiografía así: “Las autobiografías nunca son sinceras o lo son a medias”, y tiene mucha razón. Escogemos de un mar de experiencias aquello que nos ha marcado a fuego, a veces, de forma humillante; otras, impactadas por la brillantez de una idea. En La vida que yo viví también hay que leer los grandes silencios: su vida privada, su dolor, su gran duda sobre la maternidad.
Y yo aquí, fumando mi cigarro de spleen/ quiebro la frágil humareda del recuerdo para recobrar la palabra de Magda Portal, porque la necesitamos hoy y siempre.